MUNDIAL

mundialEl nacionalismo es, muchas veces, una especie de histeria colectiva desenfrenada que nace, crece, se reproduce y muere en el mercado. Seguramente, si la psicología hubiese estado antes que la nación, podríamos ser mucho más francos respecto de algunos sentimientos. Pero Freud nació mucho después que Rousseau. ¿Qué hubiese sido de cada uno de ellos de haber vivido en la época del otro? ¿Otra historia, otra modernidad, otra revolución? ¿Hacen los hombres a la épocas, o viceversa? Y en el medio, las ideas.

Muchas veces he pensado que la patria es un sueño que explota en la cabeza de Maradona la noche antes de la final de México 86. Y no hay nada más. Otras veces busco explicaciones más ¿racionales?: el resultado de todas las batallas que nos costó la independencia. Pero esta patria me deja afuera, no me interpela, no me contiene, no usa ninguna de las ecuaciones que me hacen feliz. No me conviene. ¿Con qué inescrupuloso uso de la historia asumimos la primera persona del plural para referir a decisiones y peleas que dieron otros, sangre y muerte que padecieron otros, valentía y heroísmo que vivieron otros?

De esta patria me voy, me escapo en un colectivo de línea. Paso por Plaza de Mayo y está vacía. Feriado. Entonces se ven mejor los crisantemos de los canteros, tienen una diversidad de colores que abruma. Pienso que nunca antes los había visto. Pobres, siempre tan pisoteados. Ellos son la patria muda, la bandera que no supimos tener: y disfrutan al sol de este día libre.

Este es un feriado nuevo, uno de estos que pusieron ahora, resistidos hasta el hartazgo por los brigadieres de la lírica epopeya patricia. Burgueses de muy buen gusto, que con la arrogancia disputan su derecho a opinar y decidir sobre todo, y pretenden equiparar su sangre jamás derramada a la de cualquier prócer, buscando convetir nuestra noble escencia en la continuidad heroica y obediente del sargento Cabral. Quizá no esté tan mal, a lo peor también en ellos respira la patria. Y al fin de cuentas, antes que morir en vano, morir salvando a algún San Martín. ¿O mejor morir en vano? ¿O son la misma cosa?

Después busco en algunos puestos de diarios y revistas un motivo que me marque el camino. Quiero saber a qué universo, país o destino pertenezco, antes del próximo gol. Sino no habrá festejo posible. O será simplemente la culpa de no dejarme llevar por la masa o el miedo al arrepentimiento, o unas ganas terribles de llorar las victorias, lo que me plante junto al Obelisco con un gorrito celeste y blanco intentando gritar no sé qué cosa, tratando de encontrar a mis amigos que antes vi en otros lugares condenando a los militares que rifaron la nación.

Pienso que si no salgo de Buenos Aires, de su lógica desmemoriada y procaz, jamás sabré nada. La ciudad conspira contra la producción de conocimiento autónomo. La ciudad hierve de reproducciones dosificadas con software que fabrican, en serie, la originalidad pretendida, otrora, por el arte, las vanguardias y el carnaval.

Costa Rica no pasa de octavos, pero que susto que metió. Eso me dice un taxista camino a casa. Todo el viaje es una reposición de argumentos que aniquilan mis dudas más emblemáticas. Yo nunca me siento tan argentino como en la época de mundiales. Mirá, hasta la banderita puse acá. Te juro que la veo flamer y siento algo en el pecho. Y eso que mucho no me gusta. Vamos a decir lo que es, los colores no son para nada atractivos. Pero en época de mundial, es como si el celeste fuera bien intenso, y siento ese sol quemando todo. Somos fuego. Somos campeones. Somos argentinos. Casi cien pesos hasta Belgrano. Me bajo y pienso en ese argentino que una vez conocí, al que los milicos le había secuestrado una novia. Y se la acordaba tan dulcemente que cuando hablaba de ella todo su cuerpo enorme volvía a tener 19 o 20 años. Pero no lloraba. Se la acordaba y me decía: “hay veces que es tan difícil ser argentino”.