CHICLE

Paula siempre estaba masticando, completamente inconciente del mágico universo, al mismo tiempo erótico y exótico, que inventaba con su ingenuo gesto de amasar entre los dientes la dulce goma interminable. Y a mí, me gustaba dejarme alcanzar por el aliento a chicle de frutilla que le brotaba de la boca.

Por eso fue que nunca perdí una oportunidad para rozarla; aunque sus amigas sospecharan o las maestras me llamaran la atención. A veces mientras transcurría la clase no podía esperar; me acercaba intempestivamente hasta su banco y le pedía, por ejemplo, un transportador, sin reparar que estábamos en la hora de lengua.

Todos se reían constantemente de mis atropellos atolondrados. Pensaban lo más común, creían que era apenas un niño enamorado. Pero lo mío no era tan común. Lo mío no era simplemente amor por una muchacha; era la más cruda excitación provocada por lo sublime de un aliento especial que operaba sobre mi rostro como afrodisíaco súbito.

Si jugábamos a la escondida durante el recreo, me las ingeniaba para apretarme junto a ella en un rincón oscuro del patio, y cerrando los ojos respiraba profundo mientras rezaba para que nadie nos encontrara. Mil veces me puso en aprietos pidiéndome que la besara. Y mil veces yo insinué un deseo furtivo por su boca, con el sólo afán de quedar frente a frente y apreciar con más nitidez que nunca el dulce aliento a frutilla.

Los niños más vivos de la clase empezaron a notar que a pesar de mi deseo correspondido, yo no pasaba a la acción, y rumores ofensivos se desparramaron por toda la escuela. Rumores sobre los índices de hombría que había en mí, que nada tienen que ver con las profundidades de los deseos. Pero era chico, y en esa época me importaban. Y me alejé de Paula.

Entonces, en vez de buscarla en los recreos, empecé a quedarme sigiloso y agazapado en el aula vacía. Una vez que todos salían, iniciaba rápidamente la tarea de despegar las bolas de chicle de frutilla que ella pegaba debajo de su banco de clases. Una a una las olía y las ponía dentro de una bolsa de plástico que luego conservaba como tesoro.

Con todo lo recogido durante la semana, hacía una gran bola de chicle que masticaba hasta el cansancio los sábados y los domingos, esos días odiosos en los que no tenía noticias ni de Paula, ni de su delicioso aliento a chicle de frutilla.