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EL CORONEL RECIBE VISITAS

Hospital Militar, tercer piso, zona de terapia intensiva.

Mi hermano y yo fuimos a ver al tío que se estaba muriendo. Pero no fuimos ni porque era nuestro tío ni porque se estaba muriendo, sino porque nuestra madre nos pidió por favor.

De pronto ahí estábamos, sabiendo que lo único que nos unía era un compromiso tan ajeno como insoportable. El tío hacía ya unos días que no hablaba, así que lo único que cortaba el silencio era el ruido del respirador y los demás aparatos a los que estaba enchufado ese demacrado cuerpo de setenta años.

Tal vez por eso, porque ese no era un silencio dulce sino espeso, Mariano tuvo una idea a la que no pude resistirme. Me miró desde el otro lado de la cama, y murmurando me dijo:

– ¿Vamos a contarle lo de Chola?

Sonreímos en voz baja. Hubo un momento de dudas pero finalmente nos acercamos y le hablamos, casi susurrando, de una historia que nos había acompañado durante años.

Le dijimos que una vez, hacía mucho tiempo, cuando nosotros teníamos cinco o seis años, habíamos hecho una travesura en su casa y queríamos contársela ahora que ya nada se podía remediar.

Le explicamos que fue uno de esos tantos domingos en los que nuestros padres nos llevaban a comer a su casa de las afueras de la ciudad. Aprovechamos para dejarle bien en claro que esos días eran los mejores para nosotros, porque teníamos la oportunidad de jugar en el parque, andar por los árboles, correr, estar con los animales, ensuciarnos. Que éramos felices en esos días, eso le dijimos bien claro, y que a pesar de todo lo que había pasado después, los seguíamos recordando como los mejores de nuestra infancia.

Uno de esos días, como tantas otras veces, entramos sin permiso al gallinero para ver si había huevos y hacer alguna maldad. Pero algo nos salió mal y Chola, una ponedora blanca hermosa, que era la preferida del tío, se nos escapó. En vez de ir a decirle a nuestros padres, aterrorizados porque la disciplina siempre estuvo a la orden del día en esa casa, decidimos resolver solos el asunto. Tomamos dos palos y empezamos a correr a Chola por todo el parque. Pero lejos de entender nuestras intenciones, la gallina se asustó y huyó despavorida. Cacareaba como loca. No la podíamos detener. Nos pusimos muy nerviosos. Sabíamos que si el tío nos descubría íbamos a recibir una buena paliza y una penitencia interminable. El corazón nos latía a un ritmo feroz. Era nuestro final. Hasta que en un momento, casi milagroso, Mariano la tuvo cerca y alcanzó a darle con el palo en la cabeza.

El tío respiró hondo y una quebrada tos salió de su garganta. Nos quedamos en silencio, y el respirador artificial volvió a inundar la habitación.

Chola se desparramó en el suelo y quedó inmóvil. Cuando me acerqué descubrimos con terror que el blanco de las plumas se teñía de rojo. Habíamos matado a Chola. Rápidamente miramos hacia la casa, para ver si alguien había visto el episodio. Pero no. Los mayores en sus cosas. Y nosotros en las nuestras. Pensamos qué hacer. Se nos ocurrieron mil opciones, incluso la de ir a contar la verdad. Pero la verdad es una cosa difícil a los cinco años. Fueron los peores minutos de nuestra infancia. Hasta que tomé una decisión. Busqué una pala y cavamos un pozo bien hondo en el fondo de la casa. Luego envolvimos la gallina en un nylon y la enterramos. Mariano dijo algo que todavía me acuerdo: mejor una gallina desaparecida a una gallina muerta. Tratamos de borrar todos los rastros. Lavamos las herramientas, nos limpiamos la cara y las manos, y nos sentamos bajo un enorme árbol de eucaliptos. Ahí, más tranquilos, hicimos nuestro primer gran pacto, y juramos que nunca más íbamos a hablar del tema.

El tío abrió claramente los ojos en ese mismo momento en que la historia llegó al final, y de la sorpresa nos paramos sobresaltados. Sonrió, y nos hizo una seña con la mano izquierda, para que volviéramos a ponernos cerca de su rostro. Lo hicimos, y con una voz muy débil pero precisamente entonada, nos habló:

– ¡Que suerte que vinieron chicos! Ahora que están acá me doy cuenta que tenía muchas ganas de verlos. Porque por más cosas que hayan pasado en estos años, tuvimos nuestros momentos felices. Y les aseguro que con la muerte dando vueltas por acá lo único que uno quiere es recordar los momentos felices.

El tío abrió sus manos y las movió, como pidiendo que se las tomemos. Con Mariano nos miramos descolocados, pero accedimos.

– El día que asesinaron a Chola lo vi todo desde la ventana de mi habitación. Pude ver cada cosa que hicieron. Como la perturbaron con sus juegos de niños para después asesinarla cruelmente. La pobre no tuvo opción. Pero no dije nada. Cuando ustedes se fueron, inmediatamente corrí a desenterrar a Chola. La lavé y la preparé para mi venganza. Al domingo siguiente ustedes vinieron, y no se si lo recuerdan, pero yo estaba muy preocupado por la desaparición de Chola. Se lo comenté a sus padres, e incluso dedicamos buena parte del almuerzo a hablar sobre el misterio y pensar posibles hipótesis. Disfruté mucho viendo sus caras de angustia. Sus nervios. Su miedo a ser descubiertos. Pero lo que más disfruté es que mientras todo esto sucedía, ustedes sin darse cuenta ni protestar, lenta y suavemente, se estaban comiendo a Chola.

El tío nos soltó las manos y cerró los ojos.

– Esa misma tarde ví que fueron a cavar de nuevo en el pozo, pero Chola ya no estaba. Y cada domingo de los que siguieron, hasta que ustedes dejaron de venir a casa, disfruté mucho amargándolos con la historia de la gallina que había desaparecido. Si Marianito, si, tenías razón aquella tarde que mataste a Chola. Siempre es mejor una gallina desaparecida que una muerta. Yo los perdono por ese asesinato. Los perdono porque eran jóvenes y no sabían lo que hacían. Pero no puedo perdonarles que me lo hayan contado ahora. Me vieron débil, viejo y entregado… y decidieron romper el pacto. No, no he visto en toda mi vida nada más cobarde. Y eso no se los puedo perdonar.

Hubo treinta segundos de silencio y respirador artificial. Y la tía entró por la puerta con una botella de agua en la mano. Nos miró y preguntó con angustia:

– ¿Dijo algo?