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Fragmentos de un cuento de cuando era muy chico. Más que ahora.

FIGURITA DIFICIL (III)

Escuela de las balas

A la escuela iban los ricos y los pobres. Todos juntos. Pero el guardapolvo nos igualaba, al ocultar la diferencia. Nuestra secreta y cada vez más siniestra competencia deportiva nos fue despojando de la blanca hipocresía en la que anidaba nuestra conciencia de clase, y aprendimos a mirar más allá de lo evidente, a través de la tela del guardapolvo. Hubo muchas formas de establecer diferencias entre los que tenían mil figuritas, y los que las contábamos por decenas. Entre los que se compraban veinte paquetes antes de entrar a clase, más el alfajor, más el turrón, más los dos chupetines; y los que, agazapados en el orgullo que nos daba conocer el esfuerzo de los viejos, pedíamos un paquete en vez de alfajores. Incluso, esas diferencias quizá confirmaran otras más terribles. Pero algo nos inquietaba con la fuerza de una redención: en el fondo, ellos sabían tanto como nosotros, que el árbitro, nos esquivaba sin distinción. Y en eso, éramos irremediablemente iguales.

En realidad fue esa misma diferencia la que profundizó el tráfico y el intercambio de figuritas. Proliferaron, en este sentido, numerosos e ingeniosos mecanismos que configuraron prácticas dignas de análsis para el equipo de orientación psicopedagógica. Desde las violentas apretadas en los mingitorios del baño, para que algún debilucho soltara la presa difícil; hasta el envío de emisarios del sexo femenino, para que con dotes tramposos de seducción, consiguieran aquello que un abombao entregaba a cambio de un beso amargo en la parte más olvidada de la mejilla. Pero de todas, la que más consenso tuvo, y la que más en contacto nos puso a unos con otros, fue la tapadita. Un juego que, a pesar de imperar con la lógica del azar, todos adoptamos como el mecanismo más justo.

¿Qué era la tapadita? Un sistema de apuestas que se dirimía mano a mano. Cada uno ponía en juego una figurita: entonces, las dos juntas se colocaban boca abajo sobre una superficie cualquiera, que usualmente era el piso. Luego, se sorteaba un turno, y comenzaba el juego. Con la palma de la mano, cada contrincante debía hacer un golpe sobre las figuritas, generando un efecto sopapa que lograra ponerlas boca arriba. Entonces, si uno podía lograr eso, te llegaba una gloria tan sublime como efímera, pero que se disfrutaba como el primer beso.

Claro, nada pasa porque sí en la escuela; como en la vida. No se podía jugar y nada más. No se podía ganar o perder, y nada más. Por el contrario, la práctica de la tapadita fue generando nuevos liderazgos: los que jugaban bien y ganaban siempre, los que se defendían como podían, y los malos. Yo nunca me sentí en ningún grupo. Era más de la idea que a veces se gana y otras se pierde, aunque siempre prefería ganar. Quiero decir que quizá, en el fondo, tuve muchas ganas de estar en grupo de los que ganaban siempre y no pude, y por eso ahora pienso algo de mí que por aquel entonces no era. En cualquier caso, no podemos seguir siendo tan crueles con nosotros mismos, como cuando todavía éramos unos niños. Tal vez sea eso.

FIGURITA DIFICIL (II)

potreroPuede resultar extraña esta historia de niños queriendo completar álbumes, sobre todo hoy que nada parece difícil, o que aquello que realmente lo es no tiene sentido ni cautiva a nadie. En el fondo teníamos un sueño, todavía. El sueño de completar el álbum, un sueño que era proyecto, un proyecto que tenía sentido. Secretamente se impuso para todos la lógica de una competencia en la que lo que estaba en juego era el prestigio: que todos supieran que tal o cual había sido el primero en completarlo. Qué todos supieran que un afortunado había logrado sortear lo difícil. Estaba en juego el prestigio. O por lo menos, con eso fantaseábamos los que nos habíamos anotado en la carrera.

Se rubricó rápidamente un acuerdo tácito que exigía ejecutar un plan un tanto perverso, cuyos alcances desconocíamos. Perverso porque el juego nos permitió advertir rápidamente que todas las chances de ganar eran posesión de aquellos que más posibilidades de comprar figuritas tenían. Aquellos que en vez de redondeces en el fondo del bolsillo del guardapolvo, acariciaban cada día, el lado áspero de los billetes.

La diferencia de recursos, personalidades y estrategias, fue imponiendo diversos modos de intercambiar figuritas en la escuela. La primera jugada consistió en conocer con detalle cuáles eran los clubes que los otros habían elegido, y qué espacios aún tenían vacantes. La segunda: no descuidar el propio campo de juego. La tercera: ahorrar lo más posible para comprar, al menos, un paquete por día. Esto último te garantizaba renovar el stock de figuritas, y con eso, seguías estando adentro. Pero no siempre era posible para algunos de nosotros.

Frente a la prolongada ausencia del árbitro, todo comenzó a cambiar: un extraño sentimiento de solidaridad mezclado con codicia se fue apoderando de cada uno. Nos alegraba abrir un sobre con el número que a alguien le faltaba; pero para entregarlo siempre se establecían severas condiciones: ¿esta te hace falta? te la cambio por cinco. No hubo uno solo que abdicara de tan maleva y socarrona práctica.

Así fue como se instaló un nuevo objetivo. Ya no bastaba con completar el álbum: mientras eso sucedía, además era preciso tener más y más figuritas, lo que sin duda alguna otorgaba al propietario un mejor posicionamiento para establecer los parámetros de cualquier negociación. Al dilema de la calidad, es decir la posibilidad de ir adquiriendo las difíciles (sin hablar del árbitro, que a esta altura ya se nos hacía imposible), se le agregó el de la cantidad. Extraño: podías tener el álbum vacío, pero muchas figuritas en el bolsillo. En esta situación extrema se encontraban todos los que habiendo heredado el oro de sus abuelos terratenientes, no conseguían dar ni siquiera con una pizca de suerte.

Esta modalidad pervirtió lo poco que podía haber de juego en aquello. Aparecieron los primeros cínicos: pibes con padres que podían tener sin sacrificio las cosas que los nuestros apenas podían desear. Esos, las juntaban a montones. Podían tener en una mano todas las figuritas que a muchos otros les faltaban en el álbum, pero no las cambiaban fácilmente. Alardeaban, ironizaban, empezaban a petrificarse socialmente en una jerarquía que volvería con más fuerza durante la adolescencia. Porque la escuela estaba en un pueblo chico, y ya se sabe como son estas cosas. Pero esa es otra historia.

FIGURITA DIFICIL (I)

dulce-inocencia

Gracias a esos pocos morlacos que mis viejos aprendieron a mezquinarle a sus deseos, no hubo un día de mi humilde tránsito por la escuela primaria, en el que no comprara un turrón, un alfajor, o dos chupetines, para saciar durante el recreo esas terribles ganas de ser niño para siempre. En el kiosco de la esquina del colegio, un momento antes de entrar a clases, uno se sentía grande decidiendo con cautela en qué gastar el dinero, mientras la mano húmeda acariciaba en el fondo del bolsillo del guardapolvos, la redondez de los cincuenta centavos.

Pero esa moneda no tuvo siempre el mismo destino. Tal vez porque otras formas de entretenimiento empezaron a aparecer, y fue preciso financiarlas de algún modo. En casi todos los casos, se trataba de modas que se desvanecían tan rápido y en silencio como el polvo de las tizas. Pero hubo algunas que se quedaron en nosotros para siempre. Entre esas, la posibilidad de empezar a cultivar un desquiciado perfil de coleccionistas, fue la que más nos hizo crecer. Una vez al año, más tarde o más temprano, siempre llegaba la época en la que las golosinas de cada día eran desplazadas por el paquete de figuritas, en cuyo interior esperábamos encontrar el pasaporte directo a la gloria de ser el único capaz de completar el álbum del momento.

Cuando estábamos en segundo grado, hubo uno muy sencillo que convocó a todos los caballeros del curso con profusa adicción: un díptico que al abrirse mostraba una cancha de fútbol, sobre la que se disponían siluetas en blanco de los jugadores de dos equipos enfrentados en un partido. Cada figurita era un jugador, cada jugador completaba un espacio vacío del álbum. ¿La difícil? El árbitro. La ilusión se nos derramaba en las manos cada vez que abríamos un paquete. Pero nada. Cinco figuritas, de cualquier jugador, de cualquier club, y nunca el hombre de negro.

No teníamos tecnología para entretenernos, pero éramos felices. Ese álbum fue para nosotros como una especie de playstation. Dinámico, colorido, interactivo. Sí, interactivo. Porque cuando recién te lo compraban y todavía estaba vacío, uno decidía qué clubes de fútbol se iban a enfrentar. Entonces, la suerte rapaz y cotidiana te iba en eso de encontrar en los paquetes los jugadores de los clubes que habías elegido. La otra suerte, esa gran puta que nunca nos da crédito, era la que había que tener para dar con el árbitro. Yo elegí Velez Sarfield vs. Rosario Central. Y me senté a esperar.