A la escuela iban los ricos y los pobres. Todos juntos. Pero el guardapolvo nos igualaba, al ocultar la diferencia. Nuestra secreta y cada vez más siniestra competencia deportiva nos fue despojando de la blanca hipocresía en la que anidaba nuestra conciencia de clase, y aprendimos a mirar más allá de lo evidente, a través de la tela del guardapolvo. Hubo muchas formas de establecer diferencias entre los que tenían mil figuritas, y los que las contábamos por decenas. Entre los que se compraban veinte paquetes antes de entrar a clase, más el alfajor, más el turrón, más los dos chupetines; y los que, agazapados en el orgullo que nos daba conocer el esfuerzo de los viejos, pedíamos un paquete en vez de alfajores. Incluso, esas diferencias quizá confirmaran otras más terribles. Pero algo nos inquietaba con la fuerza de una redención: en el fondo, ellos sabían tanto como nosotros, que el árbitro, nos esquivaba sin distinción. Y en eso, éramos irremediablemente iguales.
En realidad fue esa misma diferencia la que profundizó el tráfico y el intercambio de figuritas. Proliferaron, en este sentido, numerosos e ingeniosos mecanismos que configuraron prácticas dignas de análsis para el equipo de orientación psicopedagógica. Desde las violentas apretadas en los mingitorios del baño, para que algún debilucho soltara la presa difícil; hasta el envío de emisarios del sexo femenino, para que con dotes tramposos de seducción, consiguieran aquello que un abombao entregaba a cambio de un beso amargo en la parte más olvidada de la mejilla. Pero de todas, la que más consenso tuvo, y la que más en contacto nos puso a unos con otros, fue la tapadita. Un juego que, a pesar de imperar con la lógica del azar, todos adoptamos como el mecanismo más justo.
¿Qué era la tapadita? Un sistema de apuestas que se dirimía mano a mano. Cada uno ponía en juego una figurita: entonces, las dos juntas se colocaban boca abajo sobre una superficie cualquiera, que usualmente era el piso. Luego, se sorteaba un turno, y comenzaba el juego. Con la palma de la mano, cada contrincante debía hacer un golpe sobre las figuritas, generando un efecto sopapa que lograra ponerlas boca arriba. Entonces, si uno podía lograr eso, te llegaba una gloria tan sublime como efímera, pero que se disfrutaba como el primer beso.
Claro, nada pasa porque sí en la escuela; como en la vida. No se podía jugar y nada más. No se podía ganar o perder, y nada más. Por el contrario, la práctica de la tapadita fue generando nuevos liderazgos: los que jugaban bien y ganaban siempre, los que se defendían como podían, y los malos. Yo nunca me sentí en ningún grupo. Era más de la idea que a veces se gana y otras se pierde, aunque siempre prefería ganar. Quiero decir que quizá, en el fondo, tuve muchas ganas de estar en grupo de los que ganaban siempre y no pude, y por eso ahora pienso algo de mí que por aquel entonces no era. En cualquier caso, no podemos seguir siendo tan crueles con nosotros mismos, como cuando todavía éramos unos niños. Tal vez sea eso.