Tiene chocolate en los labios y no puede recordar su nombre. Está sola, sentada en un banco de Puerto Madero. Me parece que se está haciendo tarde para una niña de su edad. Aunque en realidad, su edad solo puedo estimarla por su apariencia, porque se lo he preguntado y se queda callada.
Aldana. Le aviso que así la voy a llamar, hasta que recupere la memoria. Me mira furiosa y bajito al oído me dice que soy un mentiroso, que la memoria no se recupera nunca. Cuando le pregunto por su ropa oscura, responde que no sabe vestirse de otro modo. Que no le gustan los colores claros, o simplemente no soporta como le sientan en el cuerpo. Así que siempre va de negro o gris oscuro. Empezamos a caminar y está anocheciendo. La ciudad la absorbe por completo, su forma no se distingue del fondo, y la mímesis es de pronto tan completa como siniestra.
Una niña que no confiesa su edad es cómo una mujer, pienso. A los lejos vemos pasar el tren de las dos de la mañana. Intento correr para alcanzarlo, pero Aldana me detiene. Tímida explica que no vale la pena, y la escucho decir que Camila entenderá todo y aprenderá a vivir sin sus sorpresas. Es inquietante, y tal vez no supere los diez años.
¿Sabés volver a casa? Escucho mi voz hacer la pregunta sin notar que mi mente la haya pensado. Me extraño. Y mirando siempre hacia el frente, al tumulto ennegrecido en que se convierte el sur de la ciudad cuando se va el sol, responde que no quiere volver. Que mejor se queda o pierde la razón, y no vuelve. Puede pasar. No tiene miedos. Y me pide que la deje ir sola. Sola. En el momento violento en el que los campanazos retumban en el pecho, ella pronuncia la palabra sola. Sola. Y la iglesia breve de Barracas, con sus vitrales azorados, se levanta más inmensa que nunca. Inalcanzable.