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Mercedes que siempre me gana

(antes del siguiente texto, se recomienda leer este)

Otra vez amanecí con los ojos pegados por la lagañas. Cuando éramos chicos y nos pasaba esto, mamá preparaba un té tibio y nos limpiaba con un algodón. Duraron demasiado poco esos años. Ahora los ojos pegados son rutina que se enjuaga en la ducha. Y listo. Si Mercedes me viera así no me abriría nunca más la puerta de su casa. Porque aunque no puedo verme del todo, me siento un monstruo.

Sé muy bien que a Mercedes no le gustan los monstruos. Me lo ha dicho muchas veces y en diferentes circunstancias. Por eso estoy tan seguro. Ningún tipo de monstruo, ni siquiera esos más  amables que divierten a los niños. Alguna vez le sugerí que tal vez no le temía a los monstruos sino a lo monstruoso, a lo deforme, a lo que no es reconocible. Me acuerdo que se quedó callada mirándome unos segundos y se levantó a calentar el agua del mate. De la cocina me gritó: ¿cambio la yerba también?

Agarré hace un tiempo la costumbre de visitar a Mercedes los domingos. Bueno, al principio fue toda una novedad, de esas que te vuelven a dar entusiasmo, y después la cosa se fue asentando, repitiendo, y se volvió costumbre. Para ella creo que se ha vuelto un poco aburrido pero no se anima a decírmelo abiertamente, aunque muchas veces siento que lo insinúa.

Dentro de la rutina, siempre trato de generar una sorpresa. Por ejemplo, nunca le confirmo si voy a ir o no. Y cada vez, le toco timbre en un horario diferente. En realidad me instalo desde la mañana en el bar de la esquina de su casa y voy especulando. Aunque me muera de ganas, regulo la ansiedad porque estoy seguro que cada pequeña sorpresa que pueda provocar extenderá la vida de los domingos con Mercedes.

También le propongo juegos diferentes cada domingo. Pero ninguno le gusta demasiado. A veces siento que está esperando otra cosa: que le diga que no voy a ir más visitarla, o que programé un viaje para darle un respiro tres o cuatro domingo.

Lo he pensado mucho: viajar, irme lejos, olvidarme si es domingo o jueves. Alquilar un auto y recorrer una ruta desconocida y que oficiales de ojos achinados me detengan por exceso de velocidad. Todo eso me lo imaginé un millón de veces. Y siempre, un millón de veces Mercedes va conmigo a cada parte. Pero invitarla a semejante aventura es como decirle lo que ella ni espera ni se imagina. Es obligarla a cerrar para siempre la puerta que todavía me abre cada tanto.

Así que prefiero repetirme. Sentir que soy, cada domingo, un poco menos en su vida. Perderme en la repetición, asumir la mediocridad, disfrutar la agonía que he aprendido a prolongar y dejarla. Dejar que Mercedes me gane la partida cada domingo por la tardecita, cuando la ciudad se apaga de tal modo que ya se nos hace imposible jugar a escuchar el sonido más lejano.

CÁPSULA

La vida en una cápsula a las tres de la mañana. Me resisto, lo intento y no puedo. Me dice una voz interior: no escribas sobre paradas de bondi de madrugada porque jamás estuviste ahí. Imposible. Hay una tentación odiosa. Todas las novelas tienen los mismos personajes. Me quedo plácido frente al teclado, a la intemperie en una ficción que rueda y no es, pero que necesito, para convencer a Angélica de mi amor. Desesperado. Escribo, predico y vivo en la tensión que va de la mentira a lo verosímil.  Como todos los cuentos que inventamos. Como cada palabra. ¿De qué trata la historia? Odio la perspectiva del tema: no todo tiene un tema. No trata de nada. No quiero opinar más: sólo son dos ratas que cruzan panchas el hilo de agua que termina en una alcantarilla. Y escribo la palabra y no hay imagen. Las alcantarillas son inventos de la literatura: como los suburbios y las esperas. Envidio a las ratas. Angélica me llama ahogada en llanto, o simplemente llora, y justo cuando estoy a punto de decirle que no viene el bondi, que no puedo seguir escribiendo porque se me cierran los ojos, el celular se me cae al piso o suelo y se pierde en la oscuridad. Hay un mundo peor. Me agacho y voy palpando la acera con la mano. A tientas. Qué cómoda es la imaginación: ojalá vendieran más anteojeras de este tipo en los supermercados. De pronto oigo la voz de Angélica amenazándome: metete tus cuentitos en el orto. No, creo que eso no fue amenaza pero no se cómo se llaman las cosas. Esas cosas. Mi mano se clava en un filo, digo filo porque pienso que está oscuro y no veo nada y no sé si es una piedra, un cuchillo o un cacho de chapa suelto. En la ciudad hay de todo. Y cerca de las alcantarillas la cosa se pone mucho peor. ¿Me sangra? Mucho peor. Sí, me sangra, pero no lo veo. ¿Me duele? Sí, bastante, pero mañana será apenas un poco. Y pienso que es el final. Que jamás podré volver a retomar este cuento y agregarle alguna oración coherente. No, no, no hay final, no tiene final la mediocridad. Angélica: el poder que tenés sobre mi es supremo. Aprovechalo. No te dejes engañar por lo que no es. El poder que tenés sobre mi desborda. Angélica: ¡abrí los ojos, es la noche más dulce! Puedo estar en mil partes, despedazado para complacerte. Y ser incapaz de llegar, al mismo tiempo. Angelica mírame en el espejo. Sácame la máscara. Angélica mírame a los ojos y date cuenta que soy vos. No puedo dejar de esperar ese bondi. Y ninguna otra palabra saldrá ahora: la vida cabe en una cápsula. Es tarde Angelica. Muy tarde. Yo sólo quería evitar tu nombre.

LA REVOLUCION

El ron era interminable aquellos días. Infinita sangre dorada, decía Margie. Y se pegaba cachetadas frenéticas en la frente por ser tan obvia y vulgar. Quería encontrar palabras desconocidas para nombrar las cosas, para empujar a la realidad más allá de la experiencia. Y el lenguaje era siempre lo más importante para ella. Pero tres o cuatro botellas después, ya era el amanecer y nada encajaba del todo en su mundo álgido. Se pasaba una semana con el mismo vestido de florecitas azules hasta que al final, el olor rancio del alcohol impregnado en la tela, la obligaba al cambio. Nunca se desnudó completamente delante mío. Una noche, mientras duraba la fiebre del ron, se me acercó envuelta en una toalla roja, con el pelo húmedo, y vació una botella en mis pantalones. Nunca más me vuelvas a decir te quiero, susurró. Ahí se le ocurrió la peor metáfora: por suerte nos sobra este pis amargo. Se alegró porque era el modo menos vulgar que había encontrado para referirse a ese ron sin marcas ni etiquetas que un tío suyo había traído de Cuba, presumiendo ser el más revolucionario por haber conocido a un amigo de un amigo del Che en un viaje de quince días y tres horas por la isla.

INSTRUCCIONES I (para no ser un mediocre)

1. Involúcrese en actividades como el aeromodelismo, la numismática o la taxidermia.

2. Una vez por mes, trate de espiar a sus vecinos y si lo descubren no se haga el desentendido.

3. Eche la culpa de sus fracasos a los demás, pero en la cara.

4. Si al bañarse le entra champú en los ojos, aguántesela.

5. Duerma la siesta.

6. Tenga siempre a mano un libro que no haya leído ni piense leer en su vida.

7. Hable muy mal y con mucha convicción de películas que nunca vio.

8. Cuando viaje en el transporte público mire sin disimular hasta causar la indignación de alguien.

9. Cultive en redes sociales un perfil liviano y despreocupado publicando noticias llamativas de cualquier parte del mundo o estudios de universidades que probablemente no existan.

10. Especule todo el tiempo con la necesidad ajena para poder satisfacer la propia.

11. Haga una lista de enemigos y péguela en la puerta de la heladera.

12. Postule a trabajos con el firme propósito de renunciar a los pocos días.

13. Incentive a las personas a participar en concursos imposibles de ganar.

14. Duerma otra siesta.

15. Trate de envejecer al mismo momento que la vida lo disponga, ni antes ni después.

16. Tenga hijos y cada tanto juegue a abandonarlos.

17. Olvide rápidamente las cosas lindas que sueña y escriba en un cuaderno de notas todas sus pesadillas.

18. Visite una playa nudista y participe de una orgía, pero no se lo cuente a nadie.

19. Mienta, engañe, sea infiel o mire televisión, y no sienta culpa.

20. Agregue un nuevo mandamiento a esta lista en señal de pleno acuerdo.

DERIVA

Piensa el Sr. Gómez que es una payasada frenar para atarse los cordones de sus zapatos estando a sólo tres cuadras de la casa de la Señorita Sonia. Refuerza esta consideración convencido de que el cielo promete una inminente llovizna de verano que únicamente el paso firme e ininterrumpido le permitirá evitar. El Sr. Gómez no toma riesgos. De modo tal que, habiendo optado por continuar la marcha a pesar de la amenaza latente de un tropezón, se pone a evaluar con sigilo las probabilidades de que su cuerpo caiga en el ocaso de un descalabro que lo conduzca a dar con las narices en la acera. El Sr. Gómez siente el orgullo de no haber caído nunca. Entre los elementos que su intelecto toma como referencia para montar un súbito dispositivo de prevención identifica con mayor claridad: a) el largo con el que sobresalen los cordones a ambos lados de cada zapato; b) la creciente separación entre pie y pie, como resultante de una abertura de piernas cada vez más pronunciada; c) el permanente chequeo de la sensación que genera el contacto de la suela con la superficie de las baldosas. El Sr. Gómez suele ilusionarse muy a menudo con los mecanismos que inventa para sobrevivir en la ciudad. Pese a los esfuerzos, la imagen de un episodio fatídico se le instala de modo irreversible en la mente, y especialmente comienza a perturbarlo un hilo de sangre saliendo por los orificios de su nariz, dando origen a un curso acuoso uniforme que se derrama a través del cordón de la vereda y gesta un caudaloso río rojo calle abajo. El Sr. Gómez ha probado mil terapias para doblegar su sentimiento de fragilidad. Comienza entonces a restregarse frenéticamente la nariz con ambas manos, intentando que la realidad produzca las certezas necesarias para provocar una interrupción en el fluir de su imaginación que poco a poco lo ha apartado del registro mundano. El Sr. Gómez se siente una víctima del sistema y muy pocas veces se considera a si mismo una persona. Sorpresivamente empieza a ver que su manos se tiñen de rojo, pero es su mente la que le juega una mala pasada y le impide advertir que en realidad permanecen tan pálidas como hace media hora cuando salió de su casa y el cielo todavía estaba despejado y fue tan bajo el nivel de amenaza que sintió que prefirió evitar el transporte público para caminar sin pensar en nada. El Sr. Gómez desde muy pequeño ha intentado dejar su mente en blanco durante cinco horas. Se dice a si mismo, en ese momento desopilante en el que ve una sangre que no existe, que no va a caer porque no se lo merece, porque si piensa en el modo en el que ha crecido, sorteando la miseria y teniendo que aguantar toda la violencia que habitó su casa hasta que finalmente pudo abandonarla a fuerza de mucho coraje a los once años, todo eso ha sido suficiente padecimiento como para que, 35 años después, por ínfimos motivos de infraestructura urbana deficiente y detalles de vestuario mal ajustados, él pague con una caída una culpa mucho menor a la que otros no pagaron por la niñez que tuvo que soportar. El Sr. Gómez siempre dice que cree que fue muy feliz de chico. Ya casi llega, lo apuran los rayos que de a ratos hacen de la noche un día cósmico, pero al doblar la esquina para entrar en la recta final un pozo inesperado le desacomoda el apoyo del talón y contra la certeza de su falta de merecimiento, el Sr. Gómez cae al suelo de un modo torpe, dando con su nuca sobre un reborde de piedra, motivo por el cual queda en un estado de conmoción y parálisis momentánea. El Sr. Gómez se la pasa pensando cómo se va a morir. De pronto llueve, tal como todos esperaban, y el Sr. Gómez no encuentra el modo de ponerse de pie, así que decide cerrar los ojos y comienza a decirse, una y otra vez, que está muerto, que está muerto, que está muerto, hasta que llega a enojarse salvajemente manifestando su profundo desacuerdo con el modo en el que el destino le ha presentado a la muerte. En ese momento, la Señorita Sonia que lo estaba esperando en la puerta de su casa, se acerca agitada y sonriente hacia el cuerpo rotundo desparramado sobre la acera y lo besa en lo labios. Entonces, el Sr. Gómez abre los ojos y, por primera vez en su vida, le pide a una mujer que le ate los cordones.

Viento

El viento; como tajo de tu minifalda. Hueco helado o tiro en la frente. Y las manos que quieren atajar lo invisible; y las manos que quieren ser invisibles. Tajo en el viento. Asi son tus besos. Y asi me acuerdo de tus manos. Salvaje viento que sube de pronto tu minifalda: hasta que no hay mas tajo ni manos ni viento. Y somos apenas un tiro, un disparo a plena luz del día; fuego que nos vuelve invisibles. Y todo todo todo, incluso mis manos y tu tajo, pierde sentido.

 

Como todos los días

Juan, como todos los días. Que hunde el cuchillo en la carne de un animal muerto, que quita la grasa y enjuaga la sangre. Que mira pasar las horas y piensa que es tiempo que se le va. Que espera un rato libre para hojear el diario. Que cuando no hay clientes sube el volumen de la radio y toma un mate amargo. Que espera el domingo para disfrutar la siesta. Que se despierta de madrugada y sin protestar sube la persiana del local cuando apenas ha salido el sol. Que anota el fiado en una libreta ajada. Que vive en el mismo barrio donde nacieron sus padres y no se frustra. Juan, que sabe que lo único que se olvida es la repetición. Y a pesar de eso, la vuelve a esperar.

MUNDIAL

mundialEl nacionalismo es, muchas veces, una especie de histeria colectiva desenfrenada que nace, crece, se reproduce y muere en el mercado. Seguramente, si la psicología hubiese estado antes que la nación, podríamos ser mucho más francos respecto de algunos sentimientos. Pero Freud nació mucho después que Rousseau. ¿Qué hubiese sido de cada uno de ellos de haber vivido en la época del otro? ¿Otra historia, otra modernidad, otra revolución? ¿Hacen los hombres a la épocas, o viceversa? Y en el medio, las ideas.

Muchas veces he pensado que la patria es un sueño que explota en la cabeza de Maradona la noche antes de la final de México 86. Y no hay nada más. Otras veces busco explicaciones más ¿racionales?: el resultado de todas las batallas que nos costó la independencia. Pero esta patria me deja afuera, no me interpela, no me contiene, no usa ninguna de las ecuaciones que me hacen feliz. No me conviene. ¿Con qué inescrupuloso uso de la historia asumimos la primera persona del plural para referir a decisiones y peleas que dieron otros, sangre y muerte que padecieron otros, valentía y heroísmo que vivieron otros?

De esta patria me voy, me escapo en un colectivo de línea. Paso por Plaza de Mayo y está vacía. Feriado. Entonces se ven mejor los crisantemos de los canteros, tienen una diversidad de colores que abruma. Pienso que nunca antes los había visto. Pobres, siempre tan pisoteados. Ellos son la patria muda, la bandera que no supimos tener: y disfrutan al sol de este día libre.

Este es un feriado nuevo, uno de estos que pusieron ahora, resistidos hasta el hartazgo por los brigadieres de la lírica epopeya patricia. Burgueses de muy buen gusto, que con la arrogancia disputan su derecho a opinar y decidir sobre todo, y pretenden equiparar su sangre jamás derramada a la de cualquier prócer, buscando convetir nuestra noble escencia en la continuidad heroica y obediente del sargento Cabral. Quizá no esté tan mal, a lo peor también en ellos respira la patria. Y al fin de cuentas, antes que morir en vano, morir salvando a algún San Martín. ¿O mejor morir en vano? ¿O son la misma cosa?

Después busco en algunos puestos de diarios y revistas un motivo que me marque el camino. Quiero saber a qué universo, país o destino pertenezco, antes del próximo gol. Sino no habrá festejo posible. O será simplemente la culpa de no dejarme llevar por la masa o el miedo al arrepentimiento, o unas ganas terribles de llorar las victorias, lo que me plante junto al Obelisco con un gorrito celeste y blanco intentando gritar no sé qué cosa, tratando de encontrar a mis amigos que antes vi en otros lugares condenando a los militares que rifaron la nación.

Pienso que si no salgo de Buenos Aires, de su lógica desmemoriada y procaz, jamás sabré nada. La ciudad conspira contra la producción de conocimiento autónomo. La ciudad hierve de reproducciones dosificadas con software que fabrican, en serie, la originalidad pretendida, otrora, por el arte, las vanguardias y el carnaval.

Costa Rica no pasa de octavos, pero que susto que metió. Eso me dice un taxista camino a casa. Todo el viaje es una reposición de argumentos que aniquilan mis dudas más emblemáticas. Yo nunca me siento tan argentino como en la época de mundiales. Mirá, hasta la banderita puse acá. Te juro que la veo flamer y siento algo en el pecho. Y eso que mucho no me gusta. Vamos a decir lo que es, los colores no son para nada atractivos. Pero en época de mundial, es como si el celeste fuera bien intenso, y siento ese sol quemando todo. Somos fuego. Somos campeones. Somos argentinos. Casi cien pesos hasta Belgrano. Me bajo y pienso en ese argentino que una vez conocí, al que los milicos le había secuestrado una novia. Y se la acordaba tan dulcemente que cuando hablaba de ella todo su cuerpo enorme volvía a tener 19 o 20 años. Pero no lloraba. Se la acordaba y me decía: “hay veces que es tan difícil ser argentino”.

SALUD

1

Es mentira que te asesino por las mañanas.

Es verdad que te interrogo de noche.

 

2

Te juro que no me da la cabeza. Habíamos ido al Velorio del nene de Francisca, y después estuvimos unos días juntas porque ella tenía miedo de quedarse sola, decía que le faltaba el aire. Vino tres veces la ambulancia del servicio médico y la última vez una doctora muy jovencita me llevó aparte y me dijo que era un caso psiquiátrico. Así que yo traté de reunir a su familia. No podía yo sola, con todo. Me di cuenta que estaba pasando noche y día en su casa, ni ropa limpia me quedaba ya. Una mañana le dije que me iba a buscar ropa a casa, en realidad porque necesitaba un respiro, y se puso a llorar y me pedía por favor que no la dejara sola. Así que llamé a los hermanos, a los que conocía por lo menos. Vinieron enseguida, y armamos como un comité de urgencia. Con ella ahí, en el medio. Y más o menos acordamos cómo seguir. Pero claro, ella a pesar de su enfermedad o su malestar, sigue estando lúcida y te manipula, hace que hagas lo que quiere. Y me di cuenta de eso y me fui, me alejé casi completamente. Estaba agotada, no podía procesar todo. Yo necesitaba estar sola, en mi casa, pensando en mis hijos, en mis cosas, escribir, mandar unas postales a mi hermano. Y no la llamé más. Ahora me lo reprocha. Y capaz tiene razón, pero fueron unos días interminables.

 

3

Te importa poco si no vuelvo a tiempo para la cena.

Te duele demasiado si me quedo más de lo debido.

 

4

Se le mezcla todo. Yo creo que es su frustración histórica. Se pasó la vida bajo la pata de esa amiga suya, ¿cómo se llama? No importa, la que se dedica a la fotografía. ¿Sabés cuál te digo? Y creo que se convenció a sí misma que ella no podía, que sólo tenía que seguirla, acompañarla, ser la segunda. Y bueno, así no se puede salir. Si te pasas la vida siendo la segunda de alguien, es muy difícil que puedas sentirte bien. Se le nota en la cara todo ese malestar. Es cierto que cada tanto la criticaba, y entendía los problemas de esa relación, pero no pudo zafar. Y así está ahora, entre triste y enojada, porque la otra se fue, hizo su vida, anda por el mundo exponiendo en galería importantes. Creo que cada tanto le manda un correo electrónico. Pero lo cierto es que la dejó sola, y no puede rearmarse. Hace cursos; de esto de lo otro, cree que los cursos la van a salvar. De dramaturgia, de escritura de guión. Me dijo el otro día que estaba empezando uno de historia del arte. Yo me pregunto, esto no se lo dije, pero me pregunto para mí ¿historia del arte a los 52 años? Es demasiado. Lo que ya no sabes, lo que no te pasa… Si ella nunca entendió el arte, ni le interesó. En ese sentido fue un poco insensible. Para mi siempre tuvo una sensibilidad que dependió de la otra, y ahora que ya no está, claro, busca cómo compensar y no sentirse tan sola. Encima los hijos prefieren vivir con el padre. No se, de alguna manera la vamos a tener que ayudar. Pero ella no se deja.

PIXEL

Ni tu espalda.

Ni tus manos.

Ni los peces de color

que hacés con chapitas.

 

Ni tu sombra.

Ni tu baile.

Ni las canciones modernas

que ponés una y otra vez.

 

Ni tus piernas.

Ni tus brazos.

Ni las delicadas tostadas

que untás con paciencia.

 

De vos, no quiero nada.

 

Ni siquiera

una foto de tu risa,

y eso que tu risa

es como la revolución.

 

Pero no.

Me conformo sólo

con un pixel.

 

Un pixel del lunar

que tenés justo encima

de tu comisura izquierda.

 

Un pixel de ese lunar,

ese lunar que es

como aprender a hablar

en otro idioma.

 

Un pixel nada más.

 

¿de que estará hecho

este deseo tan dispuesto

a respirar en el fragmento

a sobrevivir con lo borroso?

 

 

DRAMA II

Vuelvo por el parque, atravesando casi a tientas la oscuridad de la noche. Sospecho que Suniko me ha envenenado. Un malestar abrupto se instaló en mi cuerpo justo después del postre y tuve que despedirme súbitamente, cuando todavía no estaba cerrada la conversación. Pedí disculpas y prometí continuar en una próxima oportunidad con el esclarecimiento de aquel malentendido que arrastramos. Ella accedió sin mostrar incomodidad alguna. Tan amable, tan gentil, tan inesperada. Y eso es lo que más me perturba y me convence de esta posibilidad que mi mente maquina y mi pulso va confirmando de manera lenta y definitiva. El envenenamiento era una salida perfectamente sutil para un drama que, por otro lado, no tenía remedio. Está claro, Suniko ha decidido terminar conmigo para poder cerrar todo este cuento. El amor siempre dura un instante. Su nutrido arte en la cocina le ha permitido combinar los ingredientes de manera que todo pareciese sabroso, irresistible, y secretamente letal. Un arte tal que la pone a salvo de cualquier acusación porque no deja rastros. Pienso, ahora que el veneno ya casi me toma por completo la sangre, que cuando encuentren mi cuerpo dirán que fue simplemente una descompostura, un ataque al corazón, una disfunción inesperada que me sorprendió al cruzar el parque, camino de regreso a casa, y que perdido en la oscuridad no tuve a quién recurrir y tranquilamente, o no, me ahogué para siempre, para todos; pero fundamentalmente para mí.

Total nadie me reclamará. Ella lo sabe. Ni pedirán investigación alguna. Los acontecimientos serán claros, contundentes, exculpatorios. De ahora en más, todo será lento y definitivo. Caeré al suelo y mi cuerpo, ya liviano, exceptuado del peso de la sangre corriendo, liberado de la vida, atravesará la hierba; y seré frágil, no tendré ni fuerzas ni ideas para sopesar lo trágico. Y poco a poco me sumiré la tierra; sentiré la humedad barrosa entrar en mi poros, y todo lo que era mío se irá hundiendo en lo que no le pertenece a nadie. Sabré de bichos y raíces, y ya no reconoceré nada más que mi propia respiración ahogada de necedad. Y en el momento previo al desenlace fatal, justo después de la última inhalación, sentiré la cosquilla lánguida y babosa de una lombriz en la planta del pie izquierdo, y moriré, tal vez, sonriente.

El sonido armónico de mi teléfono celular me acaricia y me ubica justo donde estoy: de pie en medio del parque. Mi cabeza ha ido más allá de los acontecimientos. De pie al fin, pienso. En un mensaje de texto, Suniko me pregunta si estoy mejor. Exceso de perversión. Lo atribuyo a su plan siniestro y no a su buena fe. Si algo descubrí esta noche, es que esta muchacha de aspecto tímido y piel blanca perdió la moral hace mucho tiempo. Intento responder pero el frío, o tal vez el veneno, han entumecido mis manos. Se, sin embargo, que debo hacer el esfuerzo por escribir aunque sea una palabra. De ese modo ella sabrá que aún estoy vivo, y tal vez, esa sola palabra logre perturbarla un instante, quizá empiece a pensar que su plan fracasó, que la he descubierto y que estoy vivo, más vivo que nunca. Exacto, esa es la oración pertinente. Dejo caer el celular al piso y comienzo a frotar mis manos con fuerza para poder mover los dedos. Pronto el frío, o el veneno, ceden. Podría incluso volver a tocar el piano, me siento joven. He vencido una vez más a la muerte. Y eso escribo en el mensaje de respuesta para Suniko: Más vivo que nunca. Lo he logrado.

DRAMA

Cruzo el parque al anochecer para llegar a casa de Suniko. Hace ya varios meses que no nos vemos, y en una charla telefónica que tuvimos ayer decidimos que era momento de encontrarnos para aclarar aquel mal entendido que nos distanció. Le dije que no recordaba muy bien las circunstancias en que habían sucedido los hechos, pero ella insistió en la importancia de vernos para esclarecerlo todo. Usó exactamente esas dos palabras, y aunque ambas me parecieron excesivas no se lo reproché. Ahora pienso que tal vez debí hacerlo, porque de alguna manera mi silencio edificó un asentimiento que debe haber generado en ella una expectativa que tal vez ni siquiera tenía cuando lo enunció de ese modo. Nunca somos del todo inocentes en las ilusiones que fabrican los otros, y no puedo evitar sentir culpa al respecto.

La casa de Suniko es un gran cuadrilátero de madera con grandes ventanales que dan al parque. No importa donde uno esté, siempre es posible mirar hacia afuera y ver los árboles superponerse hasta cerrar el horizonte. No tiene divisiones internas, excepto el baño. Siempre me he encontrado muy a gusto en su casa, porque el espacio es amplio y está iluminado con luces tenues pero cálidas, direccionadas hacia puntos específicos; y también he disfrutado mucho de los almohadones que hay desparramados por todas partes, que permiten que uno se recueste a cada momento, adoptando cualquier posición y teniendo siempre un punto de vista diferente. Le dije alguna vez que lo que más me gustaba de su casa era como facilitaba angular de manera tan diversa la experiencia de la vida. Y se rió muchos días por el comentario. Suniko se ríe de un modo plástico, perfectamente sutil, y además, es justo mencionarlo ahora, cocina muy delicadamente.

Así que avanzo lento por el sendero que va de la avenida principal hasta su casa. Con la contradicción que me da, por un lado, saber que en ese sitio hemos sido felices, o simplemente compartimos alegrías y placeres que ya son recuerdos cosificados en imágenes que calaron las memorias; y por otro,  el desconcierto por esa intención excesiva por recapitular un episodio borroso del pasado con el afán de reubicar nuestra relación que en otros momentos simplemente llamamos amistad, con orgullo y pasión, y luego de aquella noche no sabemos ni siquiera cómo catalogarla.

Admiré siempre a Suniko. Porque cuando ella llegó a este país no tenía nada, ni siquiera palabras suficientes en español. Pero estaba convencida de que este era el lugar en el que quería vivir. Y así, con sus pocas palabras, fuimos haciendo lo nuestro. Yo le conseguí su primer trabajo, en una oficina a medio tiempo, y aunque no era bueno ni el ambiente ni el salario, eso fue clave para ayudarla con el envión inicial. Después ella estuvo más confiada, conoció otras personas, pudo mostrar su arte, y empezó a encontrar lo que andaba buscando. Ahora Suniko vive plena y confortablemente de la fotografía.

Tengo ganas de llegar ya, de evitar el protocolo de los saludos y las quejas por el tiempo que ha transcurrido, y poder ir directamente al punto. No porque me interese en modo alguno aclararlo, sino simplemente para conformarla, y poder volver al tiempo de antes, o seguir a nuestro próximo tiempo, o como fuera. Pero volver a estar otra vez cerca, unidos, confiados, tranquilos. Me preocupa algo que percibí en el tono de su voz, ayer por teléfono, y es que siento que ella me atribuye algún grado – no menor – de responsabilidad en los acontecimientos. Eso es lo que más me perturba, porque yo he buscado en mi memoria, rastreado las percepciones de cada instante que puedo recordar, y no encuentro modo alguno de hacerme responsable de nada. Excepto, de esa palabra poco atinada que tal vez la hirió más de lo debido. Pero tampoco quiero apresurarme. Sólo espero llegar y escucharla, porque sino iré disponiendo yo las condiciones de la conversación y no estoy seguro de poder afrontarlo hasta el final.

Ya puedo ver las luces de la cocina y advierto que Suniko está parada junto a su mesa de madera preparando algo de comer. Es una imagen tierna, como siempre. Qué pena me da ahora contar todos los meses que hemos pasado sin vernos, por tan poca cosa. Hoy, el verdadero drama será si llegamos a ponernos de acuerdo en lo que recordamos. Si tenemos la capacidad de llegar al punto de equilibrio en el que los recuerdos no sean tan individuales sino más armónicos, por lo tanto menos propios. ¿Pero quien puede aún no reconociéndose individualmente en un recuerdo sentirse representado por la memoria de un acontecimiento? Estoy seguroque Suniko tiene la templanza para asumir este desafío.

 

 

(después sigue….)

 

CONFIRMACIÓN DE ENTREGA

Volví al cruce de todo. Café negro y cordones desatados. La otra mañana no estaba como para decirte todas las cosas que necesitabas. Hacía calor, o había hecho demasiado la noche anterior. Y era una especie de fracaso estar despierto tan temprano. Te ibas a trabajar y eso me daba náuseas. El perfume desparramado; o tal vez porque eran mis vacaciones aturdidas de incertidumbre, no sé; después todo fue poco. O muy poco. Traté de resumirlo en ese mensaje de texto que odiaste, o borraste sin leer, o reenviaste a alguna amiga para descifrar. O nada. Desafíos para una despedida que se repite, crucigramas por whatsapp a las seis y cuarto, y líneas rotativas no circulares.

Me dormí pensando en la diferencia entre nuestras próximas horas. Crueles nueve las tuyas: queriendo saber deseos de otra persona, deseos en punto sobre mí, deseos que no sé si podré sostener. Me relaja saber que al menos, tendrás bastante dicha con el aire acondicionado de la primera hora, ese que saca la humedad que se te pega en el cuello y te arrebata la vida en una seca. En fin, pensando imágenes de este estilo me fui quedando dormido, mientras vos, lunática de futuro, te pasabas la mañana moliendo café para desconocidos de traje sin corbata que ni sospecharon ni pusieron a prueba tus inseguridades.

Y antes de cerrarme definitivamente los ojos con un candado te escribí: sos fatal. Enviar. Confirmación de entrega. Y entonces desaparecí en el sueño, creyendo que lo había dicho todo.

Ay televisión, ay periodismo!

En treinta segundos la televisión escribe una biografía. Y en un minuto, esa misma televisión se devora una vida. ¿Qué puede hacer la televisión en un día? No lo sabemos. Tal vez, ya nadie mire televisión durante todo un día. Porque tampoco tiene demasiado sentido. La repetición tiene lugar en un lapso de tiempo mucho menor, y es difícil tolerarla largamente. En cierto grado, la repetición acomoda y es necesaria, la televisión es sabia en eso (ha aprendido todo lo que sabe del sentido común). Un poco más allá, la repetición aturde; pero si se descontrola, aburre. Y el aburrimiento parece ser el límite más contundente de este tiempo tan ávido de espectáculo: incluso, para la política que reniega de la televisión para conquistar su pretensión de ser más política. 

Tal vez sea pura estética. Nos acostumbra la televisión al tipo de registro de las cámaras de seguridad, al montaje frenético de un mundo que asume su forma final en una amalgama paradójica entre fragmentación y homogeneidad, a la intransigente y sutil idea que el drama cotidiano debe tener siempre su propia banda sonora. Podríamos repetir entonces, incluso para tranquilizarnos: pura estética. Pero el tipo de registro, el montaje frenético y la banda sonora producen y legitiman modos de ver que son, al mismo tiempo, modos de entender, explicar y proyectar.

Claro, pura estética. Pero aprendimos con Hegel que la relación de la experiencia estética con la cultura política está destinada a la formación del juicio. Y la formación del juicio, que no desaparece de nuestras subjetividades – aunque asumamos incluso nuestras subjetividades arrasadas por la maza demoledora de la posmodernidad – sigue siendo fundamental para definir los procesos de significación que dan carne, cuerpo y alma a nuestros proyectos más individuales y  más colectivos.   

Esta estética, es un mecanismo para una nueva reificación del lazo social donde la experiencia parece apartada de la contradicción, del conflicto, y de la historia. Incluso, las teorías y trayectorias, las disciplinas y los campos, asumen las formas efímeras de la televisión para legitimar en el devenir este modo de representación. 

En fin, quien sabe si quedará claro. Son apenas reflexiones de una noche de zapping donde de todas las postales televisivas vistas aparecen varias muy significativas a propósito de estas ideas, pero de las cuales, para no dejar la mesa sin servir, citaré sólo esta: una voz en off habla de la confirmación de los rasgos psicopáticos, un maquinista de tren se levanta la remera y desnuda su torso mientras realiza su trabajo, una música dramática marca el ritmo. Tres segundos.

¿Algún día habrá una ley sobre la necesidad de establecer veda televisiva para ciertos temas, conflictos, procesos? Y lo digo bien, porque de ningún modo es posible asumir irreflexivamente que la televisión sea una caja boba. Casi todo lo contrario: la televisión ayuda a pensar, sirve para crear. De un modo particular, como la ciencia, la familia o el tren que te lleva a casa.

Por eso pienso que tal vez podamos imaginar un momento en el que la televisión simplemente se retire de la escena y simplemente sea la vida, las personas, la calle y las voces. Claro que después de tanto tiempo… ¿habrá escena sin televisión?

Imagino un futuro absurdo: el primer eclipse de sol no televisado. Y esa es toda la primicia que tenemos para dar. No hay más noticias para este boletín, porque no hay boletín que pueda con eso que llamamos realidad.

ABRI

Abrí la puerta que vine solo. Tengo los zapatos de siempre y el saco que me regalaste en Navidad. No me voy a quedar mucho tiempo porque ando sin la insulina encima. Abrí, no te quedes del lado de lo innecesario. Todas estas actitudes mañana serán basura nuclear. Todavía podés ser una mujer justa, y salvar las perlitas y capaz dos o tres fotografías. Abrí. Yo también estoy tratando de esquivar la confusión y el delirio, pero tomo decisiones. Mirame acá, casi rendido y con la trinchera a punto de incendiarse. Pura táctica de madrugada que corrompe tranquilidades y se ampara en la humildad disfrazada. Abrí, estoy lleno de desamor y ya no sé dónde tirar las pilas gastadas. Tal vez intente sacarte una confesión, es cierto. Pero también puedo olvidarme definitivamente de mis obsesiones, con tal de verte una vez más. Abrí. Ya pasó el último tren, y a las infinitas ganas de quedarme se le suman ahora las contundentes imposibilidades para irme. Abrí porque el panorama empieza a ser un poco absurdo y yo demasiado patético. Abrí, no quiero que mi silueta se empiece a desdibujar en este zaguán colonial, merezco más respeto. Escucho perfectamente el silencio de tu amargura contra la madera de la puerta, y hasta adivino el color del bronce de la llave en tu mano. Abrí, hay tanta oscuridad de este lado que es inútil esperar brillos o reflejos que salven la desgracia. Sólo me queda tu buen gesto, a pesar de la culpa y la resignación. Abrí, mañana no voy a volver, lo sabemos. Y sin ánimo de que eso suene a amenaza para tu existencia o el laberinto de tu memoria, hago simplemente este anuncio de mi destino como quien da una tregua al filo de la derrota. Abrí. Porque si no, más tarde, aunque te arrepientas o lo niegues, aunque te retuerzas y lo imagines diferente, o te empeñes en ocultarlo, no habrá modo de cambiar la experiencia: y este será para siempre nuestro adiós. Si no abrís ahora, jamás podrás recordarlo, ni contarlo, ni escribirlo, sin sentir la amarga e intransigente tracción de la culpa vagando por la sangre de tu orgullo. Abrí, yo tengo tiempo. Acá me quedo a esperar, para salvarte de un final tan infame como tu duda.

HISTERIAS

Me dijo que no. O que sí, pero más adelante. Y después me explicó que la histeria es un ánimo y no un estado. Recitó de memoria párrafos de libros de Freud. Y cantó canciones sobre amores imposibles. Se desnudó completamente y peló dos manzanas. Las cortó en mitades y empezó a darles pequeños mordiscos. Los labios se le pusieron muy rojos. Entraba una luz furiosa por los ventanales. Me miró, y volvió a decir que no. 

MUNDO MARINO

I

No me olvido más de tía Patricia. Podía aparecer en cualquier momento, y nunca era la misma. Siempre llevaba el pelo cambiado, o tenía una ropa distinta. Jamás vino a visitarnos sin traer regalos para todos. Y ni bien bajaba del auto, toda la energía de la casa cambiaba de un momento a otro. Ella saludaba a mamá con algún chiste que generalmente nosotros no entendíamos, pero terminábamos riéndonos de sus risas. Mientras la ceremonia de los saludos se sucedía, no podíamos dejar de mirar los paquetes, ansiosos por adivinar qué nos habría tocado esa vez. Pero Patricia adoraba repetirnos una y otra vez la misma trampa. Se hacía la distraída, entraba en la cocina, dejaba las bolsas sobre la mesa, y se ponía a conversar de cualquier cosa. Moviendo sus manos, porque ella no podía hablar sin mover las manos. Más de una vez le tiró a la abuela cosas de una repisa que tenía en el comedor. La abuela la retaba y ella siempre salía con el mismo cuento de que no hay que vivir tan apegado a las cosas materiales. Después de un buen rato de charlar y hacer como si nosotros nos estuviésemos, se quedaba en silencio y nos miraba. Nosotros parados alrededor de la mesa a punto de morir de desilusión, con la mirada perdida en esas bolsas que siempre eran brillantes, queriendo ser superhéroes para atravesarlas y adivinar el contenido. Entonces, ella se quedaba en silencio, mamá sonreía y seguro se concentraba en lo que estaba cocinando, y tía Patricia nos preguntaba, muy sería, que estábamos haciendo ahí. Nos daba una vergüenza terrible ese momento, y rápidamente intentábamos salir corriendo para afuera. Pero la tía nos alcanzaba en la puerta, nos daba un abrazo y nos mandaba a abrir todos los paquetes que había adentro de las bolsas. Y empezaba así la fiesta de repartir los regalos.

II

Cuando tía Patricia estaba en la casa, los almuerzos eran diferentes. Hasta papá se ponía de tan buen humor, que le dejaba su lugar en la cabecera de la mesa. Todavía hoy, cada vez que se acuerdan de aquellos años, sobre todo de la última vez que la tía vino a casa, mamá le sigue agradeciendo por ese gesto. Entonces las reglas habituales cambiaban completamente. Cualquiera ocupaba cualquier lugar, y cantábamos mientras comíamos, y hasta podíamos comer menos o no comer si se nos antojaba. Una vez ella logró que papá me sirviera una copa de vino blanco, con la excusa de que los jugos que tomábamos eran peores. Ese día escuché por primera vez algo que me pareció muy ridículo, y era que los médicos recomendaban beber una copa de vino por día. La abuela era la que menos se reía. Se sentaba bien cerca de tía Patricia, la agarraba de la mano y la miraba mucho. Ellas se llevaban bien, pero había algo que no terminaban de decirse. Como la tía traía el postre cada vez que venía, siempre nos hacía jugar un largo rato a adivinar qué era lo que había traído. Casi siempre nos mentía para que el juego durara un poco más. Nosotros lo adivinábamos muy rápido porque ella se repetía demasiado: duraznos con dulce de leche. Lo único que la tía no quería mientras almorzábamos era que encendiéramos la televisión. Decía que eso no era bueno, que teníamos que disfrutar el tiempo de estar juntos sin distracciones. Sí le gustaba dejar una radio encendida, con el volumen bien bajo. Ni bien llegaba le decía a mamá que le pusiera una periodista que ella escuchaba. Después de comer, mamá y la tía se iban al patio, o a la galería, y ponían un programa que pasaba canciones antiguas. Nosotros las escuchábamos desde lejos, entre risas y ese sonido latoso. 

III

Así eran los días que recibíamos la visita de tía Patricia. Cuando llegaba la tardecita y se tenía que ir, empezaban los problemas. Yo creo que nunca lloré, pero Agustina, mi hermana más chica, que le encantaba estar en brazos de la tía, se ponía a llorar y la abrazaba fuerte del cuello. La tía era una experta calmándola. Siempre se guardaba alguna golosina para darle y se pasaba un rato hablando con ella. Finalmente la convencía con alguna promesa para la próxima vez. Entonces, todos salíamos a la vereda, y Patricia nos daba un beso y un abrazo a cada uno. Casi siempre se iba sin nada en las manos. A lo sumo algún frasco con comida que mamá y la abuela le habían preparado. Se paraba junto a la puerta del auto y antes de subirse nos miraba a todos y nos gritaba que nos quería. Nos gritaba tan fuerte que yo a veces sentía vergüenza por si escuchaban los vecinos. Después se metía en el auto, ponía en marcha y arrancaba. El motor era muy ruidoso, tal vez por eso, todos nos quedábamos en silencio. La abuela era la primera en ponerse a llorar. Y después mamá, que casi siempre trataba de evitarlo por nosotros. El auto arrancaba despacio y empezaba a alejarse. A pesar del polvo que levantaba, me gustaba concentrarme en una calcomanía que tenía pegada en la parte trasera que decía MUNDO MARINO. Entrecerraba los ojos haciendo un esfuerzo para seguir leyendo esas dos palabras hasta que no daba más. Recién cuando dejaba de leer MUNDO MARINO, yo sentía que la tía se había ido.

TECNO

¿De qué se trata la vida, Julián? No la vida en general, abstracta y absurda. Yo te pregunto por la vida de ahora, la que va desde anoche hasta pasado mañana a la tardecita. Esa perra hambrienta que montada sobre un ingobernable flujo sanguíneo te impulsa a renunciar, y al rato, ya te obliga a permanecer. Me refiero a esa que te va sacudiendo tiernamente, y te hace rebotar contra cosas obvias y te encandila de deseo, y te pone billetes de dos pesos en todos los bolsillos. ¿De qué se trata, para vos, la vida que nos está pasando y haciendo ahora mismo, mientras tomo este café amargo y pienso que la perdí para siempre; y siempre no deja de parecerme un momento nada más?

Pensalo, mientras te digo. Para mi Julián, la vida de ahora, la de ayer, esta tarde y mañana temprano cuando no quieras ir a trabajar, esta vida, se trata de cuan creativos seamos para usar las tecnologías con el cruel afán de evitar la tristeza. El problema es que estamos irremediablemente tristes, y muy adentro, tal vez tan adentro que ya es adn congénito, o cromosoma irreverente, o plástico del talón que se nos derrite en la arena hirviendo; ahí adentro, lo sabemos fatalmente. Y con la resignación del que ha conocido un límite, o un fondo, o una esquina, nos volcamos a las tecnologías.

A todas por igual y sin escalas o distinción. Las tecnologías de encender el fuego, las de fabricar el frío, las de preparar alimentos y las de transportarnos. Pero sobre todo, las tecnologías de matarnos sin querer.

Para eludir la tristeza, o invadirla salvajemente con una pulsión más brutal, nos hemos volcado a esas tecnologías que te meten en un tubo de aire sintético, y mientras te estrangulan el corazón le dan oxígeno a tus pulmones para que en algún lugar inesperado algo reviente y entonces, sin capacidad para suturar ni el más mínimo rasguño, toda la mugre con la que antes bailábamos felices, se vuelque sobre nuestra humanidad encandilada por la fibra óptica, y todos los miedos brillen al fin sin rencor ni utopía.

¿No es algo así de tecno, la vida, esta vida sin luminarias que tenemos ahora, Julián? 

LOS PERROS

Que los perros no coman esta noche. Que se mueran de hambre. Que ladren, que griten, que no dejen dormir a los vecinos. Que los perros sepan que estamos cansados. Que se arrebaten una y otra vez contra las puertas. Que desesperen, que renieguen de nosotros, que cultiven el deseo de vivir en otras casas y tener otros amos. Que se afilen la pezuñas contra el pasto. Que sufran de insomnio. Que los perros entiendan que no tenemos más ganas. Que se miren a los ojos y se desconozcan. Que se pregunten cosas en voz alta. Que se pierdan en el jardín y los bañe el rocío helado. Que tiemblen de frío y no encuentren cobijo. Que los perros dejen de adivinar nuestro futuro. Que se revelen y se organicen. Que fracasen y rompan todo lo que encuentren. Que se muerdan con rabia hasta echar espuma por la boca. Que se ignoren y se mientan. Que los perros vean que ya no nos tocamos como antes. Que se desanimen. Que lloren por los rincones y enmudezcan de tristeza. Que hagan papel picado con todas las fotos y desorganicen la ropa. Que nos contagien las pulgas y no pare de picar la piel. Que los perros se arrepientan de todos los años que pasamos juntos. Que nos reprochen la educación que les dimos. Que nos enseñen las heridas que nunca vimos. Que nos olviden súbitamente. Que nos ataquen como a extraños desconocidos. Que los perros descubran todo lo que ya no habitamos. Pero sobre todo, que no coman esta noche.      

(DES)ENTENDERSE

Entró en pánico Copérnico aquella inesperada tarde calurosa de agosto, cuando escuchó en la góndola de congelados que una mujer le decía a una niña que no le diera importancia al asunto porque seguramente la maestra no tenía donde caerse muerta. No escrutó ideológicamente el comentario sino que fueron las últimas dos palabras las que sucumbieron en su empachado estómago, y lo dejaron perplejo, abrazado a una caja de paty de 12 que pronto comenzó a ponerle las manos heladas.

Pensó súbitamente Copérnico que podía caerse muerto en cualquier parte, en cualquier momento, incluso ahí mismo dentro del supermercado. Y de pronto sintió un agudo pinchazo abdominal y ya no tuvo ganas de comer hamburguesas, ni de hacer las compras, ni de irse de vacaciones, ni de estar casado, ni de tener que visitar a sus nietos. Sólo quería correr hasta sentir el corazón tan revolucionado, tan a punto de salirse de lugar, como para no tener dudas de su estar vivo. Al fin de cuentas, dijo en voz baja, la vida es revolución.

Ni bien terminó la oración, Norma lo sorprendió desde atrás dándole un leve empujón con el changuito,  al tiempo que lo miraba sonriente y le informaba que esa no era la marca preferida de los chicos. Y Copérnico, obediente resignado, devolvió las hamburguesas con la convicción de estar completamente desorientado. Llevó las manos a los bolsillos de su gabán y sintió, al menos, un alivio tibio que lo reconciliaba con la realidad.

Norma siguió diciendo un montón de cosas incomprensibles para su estado mental, y caminaron juntos a través de las góndolas. Mientras montañas de cosas innecesarias se apilaban dentro del changuito, Copérnico fue urdiendo una idea sobre la muerte, o el miedo a morir, que lo hizo sentirse a salvo de cualquier despojo o sinsentido. Del mismo modo repentino con que lo había atravesado el comentario sobre la maestra, detuvo a su esposa, la tomo de las manos y le dijo mirándola a los ojos:

Norma, si pudiésemos pensar que el miedo a morir es también el miedo a vivir menos de lo que queremos, deseamos o suponemos que merecemos. Si ciertamente fuésemos capaces de advertir que detrás del miedo a la muerte se esconde, en realidad, un miedo más supremo que es el miedo a no vivir de modo tal que nuestros deseos encajen exactamente con nuestros segundos vividos. Si no necesitáramos del despropósito de la muerte para hacer valer nuestra intuición, nuestra voluntad y nuestras ganas de hacer cualquier cosa. Y si todo esto fuese parte de los contenidos de la televisión, de las recetas de cocina, de la tapa de los periódicos, o de las conversaciones con el portero, entonces, tal vez, cambiaríamos algunas perspectivas y formas de enfocarnos en la producción de la riqueza y enrolarnos en los ejércitos que defienden con dientes y mentiras la Mesopotamia del consumo.

Norma – lejos de mal juzgarlo o excusarse en el desatinado contexto para evitar responder a lo que de fondo planteaba Copérnico, y tal vez en nombre de un amor que había sabido perdurar a pesar de los años cargados de inconformidades, fracasos y amputaciones emocionales – lo miró comprensiva, con la mirada de quien te conoce hasta lo más íntimo, y le dijo: si te querés jubilar, está todo bien, mañana te ayudo y empezamos a hacer los papeles.