(antes del siguiente texto, se recomienda leer este)
Otra vez amanecí con los ojos pegados por la lagañas. Cuando éramos chicos y nos pasaba esto, mamá preparaba un té tibio y nos limpiaba con un algodón. Duraron demasiado poco esos años. Ahora los ojos pegados son rutina que se enjuaga en la ducha. Y listo. Si Mercedes me viera así no me abriría nunca más la puerta de su casa. Porque aunque no puedo verme del todo, me siento un monstruo.
Sé muy bien que a Mercedes no le gustan los monstruos. Me lo ha dicho muchas veces y en diferentes circunstancias. Por eso estoy tan seguro. Ningún tipo de monstruo, ni siquiera esos más amables que divierten a los niños. Alguna vez le sugerí que tal vez no le temía a los monstruos sino a lo monstruoso, a lo deforme, a lo que no es reconocible. Me acuerdo que se quedó callada mirándome unos segundos y se levantó a calentar el agua del mate. De la cocina me gritó: ¿cambio la yerba también?
Agarré hace un tiempo la costumbre de visitar a Mercedes los domingos. Bueno, al principio fue toda una novedad, de esas que te vuelven a dar entusiasmo, y después la cosa se fue asentando, repitiendo, y se volvió costumbre. Para ella creo que se ha vuelto un poco aburrido pero no se anima a decírmelo abiertamente, aunque muchas veces siento que lo insinúa.
Dentro de la rutina, siempre trato de generar una sorpresa. Por ejemplo, nunca le confirmo si voy a ir o no. Y cada vez, le toco timbre en un horario diferente. En realidad me instalo desde la mañana en el bar de la esquina de su casa y voy especulando. Aunque me muera de ganas, regulo la ansiedad porque estoy seguro que cada pequeña sorpresa que pueda provocar extenderá la vida de los domingos con Mercedes.
También le propongo juegos diferentes cada domingo. Pero ninguno le gusta demasiado. A veces siento que está esperando otra cosa: que le diga que no voy a ir más visitarla, o que programé un viaje para darle un respiro tres o cuatro domingo.
Lo he pensado mucho: viajar, irme lejos, olvidarme si es domingo o jueves. Alquilar un auto y recorrer una ruta desconocida y que oficiales de ojos achinados me detengan por exceso de velocidad. Todo eso me lo imaginé un millón de veces. Y siempre, un millón de veces Mercedes va conmigo a cada parte. Pero invitarla a semejante aventura es como decirle lo que ella ni espera ni se imagina. Es obligarla a cerrar para siempre la puerta que todavía me abre cada tanto.
Así que prefiero repetirme. Sentir que soy, cada domingo, un poco menos en su vida. Perderme en la repetición, asumir la mediocridad, disfrutar la agonía que he aprendido a prolongar y dejarla. Dejar que Mercedes me gane la partida cada domingo por la tardecita, cuando la ciudad se apaga de tal modo que ya se nos hace imposible jugar a escuchar el sonido más lejano.