La vida muda de Lucy Bender: la Pocha para los amigos

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La primera vez que visitó el Moulin Rouge le escucharon decir que estaba decepcionada. Solía sucederle muy seguido. Viajaba hasta alguna ciudad de remota ubicación para conocer un lugar puntual y rápidamente se le hacía añicos la esperanza. Exceso de expectativas o, tal vez, pretensión elevada. Muy elevada quizás, más allá de lo que el mundo podía ordenarle. A lo mejor se trataba simplemente de su edad: recién pudo llegar de vieja a todos los lugares que soñó de pendeja.

2

Este que hiciste acá es un motivo nuevo. No tiene nada que ver con lo que venías planteando. Me gusta, pero creo que va a ser difícil que lo acepten. Vos sabés cómo son las cosas acá. Un viejo choto que no sabe nada de arte pero tiene un montón de millones en el banco define, con el mismo dedo que a veces se mete en el orto para sentir un poco más de placer, quién sube y quién baja.

3

El afán de Lucy por las galerías de artistas no consagrados nació durante su tercer viaje a New York, en 1984. Escribió algunos años después, en el margen de una hoja de su cuaderno íntimo de notas, que esa había sido la experiencia más adictiva de toda su vida. Para no faltar a los hechos, fueron tres meses en la ciudad más cosmopolita del mundo en los que se la pasó tomando cocaína y probando whisky importado que unos matones aprendieron a darle en la boca.

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Los colores. El problema Lucy, son los colores. Tu universo plástico parece una repetición, y no es por la forma ni por el tema. Es porque no lográs trascender en la representación la lógica de los pigmentos reales. Es como si estuvieses muy cómoda con lo que el azul o el naranja pueden brindarte. Y te lo quiero decir sin esconderme, porque vos sabés que ante todo somos amigos: esa comodidad, muy manifiesta sobre todo en tu última serie “Pichones que atrasan mundos”, no te va a dejar trascender. 

5

Hay una estética de los apodos que se aprende en la calle, no en las escuelas de arte. Esa estética no describe cánones de belleza sino que conjuga aspectos, prácticas y proyecciones. Para nosotros, los que siempre nos emborrachamos con vino tinto de dudosa procedencia, fue Pocha. Pero en el universo andrajoso de artistas plásticos insurgentes y músicos obsesionados con las matemáticas, su halo degradado e impertinente siempre brilló bajo la estridencia de Lucy Bender, la mil veces conjugada.

  

6

Aunque nunca se lo propuso, en su experimentación y búsqueda constantes, pasó de “pelearse con los hombres que pretendían cercenar su mirada sobre el mundo” a ser una “ferviente militante de los primeros movimientos feministas que vieron la luz en el país”. Las comillas pretenden citar, de manera más o menos textual, fragmentos de la único reconstrucción biográfica sobre su vida que se hizo, a mediados de los 90. El autor: Néstor Rubén Agüero, el historiador del arte argentino que siempre miró a los incomprendidos.

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Por esas vueltas de la vida, entre los papeles y objetos que me quedaron de ella, estaba la primera invitación que le hicieron para exponer en China. Tenía casi 70 años y estaba cansada de viajar y lidiar con el periodismo “que no sabe nada ni le importa”, como dijo muchas veces. No quería ir. Y a cada rato me pedía que la acompañara. Daba pena verla tan atemorizada, a ella que  para mí fue la única mujer que lo vivió todo.

7 y 1/2

Hace unos años, una revista especializada envió a un periodista a entrevistarme porque querían hacer un dossier especial sobre Pocha. Le conté mil secretos y le confié la copia de esa invitación que habían mandado los chinos. Era un tesoro: un cartón verde claro con letra dorada y signos extraños por todas partes. Me pareció que era un homenaje justo publicarlo tantos años después. Incluso para que a nadie le quedaran dudas de su trascendencia mundial: ni siquiera a esos críticos inmaduros de arte, o esos profesores fracasados y directores posmodernos de escuelas nacionales “reconocidas”.

La escaneo y te la devuelvo, me dijo el periodista que no podía ocultar sus colmillos de lobo hambriento. Tres semanas después me mandó un correo electrónico pidiéndome disculpas. La había extraviado. Nunca publicaron el dossier.

Mercedes que siempre me gana

(antes del siguiente texto, se recomienda leer este)

Otra vez amanecí con los ojos pegados por la lagañas. Cuando éramos chicos y nos pasaba esto, mamá preparaba un té tibio y nos limpiaba con un algodón. Duraron demasiado poco esos años. Ahora los ojos pegados son rutina que se enjuaga en la ducha. Y listo. Si Mercedes me viera así no me abriría nunca más la puerta de su casa. Porque aunque no puedo verme del todo, me siento un monstruo.

Sé muy bien que a Mercedes no le gustan los monstruos. Me lo ha dicho muchas veces y en diferentes circunstancias. Por eso estoy tan seguro. Ningún tipo de monstruo, ni siquiera esos más  amables que divierten a los niños. Alguna vez le sugerí que tal vez no le temía a los monstruos sino a lo monstruoso, a lo deforme, a lo que no es reconocible. Me acuerdo que se quedó callada mirándome unos segundos y se levantó a calentar el agua del mate. De la cocina me gritó: ¿cambio la yerba también?

Agarré hace un tiempo la costumbre de visitar a Mercedes los domingos. Bueno, al principio fue toda una novedad, de esas que te vuelven a dar entusiasmo, y después la cosa se fue asentando, repitiendo, y se volvió costumbre. Para ella creo que se ha vuelto un poco aburrido pero no se anima a decírmelo abiertamente, aunque muchas veces siento que lo insinúa.

Dentro de la rutina, siempre trato de generar una sorpresa. Por ejemplo, nunca le confirmo si voy a ir o no. Y cada vez, le toco timbre en un horario diferente. En realidad me instalo desde la mañana en el bar de la esquina de su casa y voy especulando. Aunque me muera de ganas, regulo la ansiedad porque estoy seguro que cada pequeña sorpresa que pueda provocar extenderá la vida de los domingos con Mercedes.

También le propongo juegos diferentes cada domingo. Pero ninguno le gusta demasiado. A veces siento que está esperando otra cosa: que le diga que no voy a ir más visitarla, o que programé un viaje para darle un respiro tres o cuatro domingo.

Lo he pensado mucho: viajar, irme lejos, olvidarme si es domingo o jueves. Alquilar un auto y recorrer una ruta desconocida y que oficiales de ojos achinados me detengan por exceso de velocidad. Todo eso me lo imaginé un millón de veces. Y siempre, un millón de veces Mercedes va conmigo a cada parte. Pero invitarla a semejante aventura es como decirle lo que ella ni espera ni se imagina. Es obligarla a cerrar para siempre la puerta que todavía me abre cada tanto.

Así que prefiero repetirme. Sentir que soy, cada domingo, un poco menos en su vida. Perderme en la repetición, asumir la mediocridad, disfrutar la agonía que he aprendido a prolongar y dejarla. Dejar que Mercedes me gane la partida cada domingo por la tardecita, cuando la ciudad se apaga de tal modo que ya se nos hace imposible jugar a escuchar el sonido más lejano.

CÁPSULA

La vida en una cápsula a las tres de la mañana. Me resisto, lo intento y no puedo. Me dice una voz interior: no escribas sobre paradas de bondi de madrugada porque jamás estuviste ahí. Imposible. Hay una tentación odiosa. Todas las novelas tienen los mismos personajes. Me quedo plácido frente al teclado, a la intemperie en una ficción que rueda y no es, pero que necesito, para convencer a Angélica de mi amor. Desesperado. Escribo, predico y vivo en la tensión que va de la mentira a lo verosímil.  Como todos los cuentos que inventamos. Como cada palabra. ¿De qué trata la historia? Odio la perspectiva del tema: no todo tiene un tema. No trata de nada. No quiero opinar más: sólo son dos ratas que cruzan panchas el hilo de agua que termina en una alcantarilla. Y escribo la palabra y no hay imagen. Las alcantarillas son inventos de la literatura: como los suburbios y las esperas. Envidio a las ratas. Angélica me llama ahogada en llanto, o simplemente llora, y justo cuando estoy a punto de decirle que no viene el bondi, que no puedo seguir escribiendo porque se me cierran los ojos, el celular se me cae al piso o suelo y se pierde en la oscuridad. Hay un mundo peor. Me agacho y voy palpando la acera con la mano. A tientas. Qué cómoda es la imaginación: ojalá vendieran más anteojeras de este tipo en los supermercados. De pronto oigo la voz de Angélica amenazándome: metete tus cuentitos en el orto. No, creo que eso no fue amenaza pero no se cómo se llaman las cosas. Esas cosas. Mi mano se clava en un filo, digo filo porque pienso que está oscuro y no veo nada y no sé si es una piedra, un cuchillo o un cacho de chapa suelto. En la ciudad hay de todo. Y cerca de las alcantarillas la cosa se pone mucho peor. ¿Me sangra? Mucho peor. Sí, me sangra, pero no lo veo. ¿Me duele? Sí, bastante, pero mañana será apenas un poco. Y pienso que es el final. Que jamás podré volver a retomar este cuento y agregarle alguna oración coherente. No, no, no hay final, no tiene final la mediocridad. Angélica: el poder que tenés sobre mi es supremo. Aprovechalo. No te dejes engañar por lo que no es. El poder que tenés sobre mi desborda. Angélica: ¡abrí los ojos, es la noche más dulce! Puedo estar en mil partes, despedazado para complacerte. Y ser incapaz de llegar, al mismo tiempo. Angelica mírame en el espejo. Sácame la máscara. Angélica mírame a los ojos y date cuenta que soy vos. No puedo dejar de esperar ese bondi. Y ninguna otra palabra saldrá ahora: la vida cabe en una cápsula. Es tarde Angelica. Muy tarde. Yo sólo quería evitar tu nombre.

LA REVOLUCION

El ron era interminable aquellos días. Infinita sangre dorada, decía Margie. Y se pegaba cachetadas frenéticas en la frente por ser tan obvia y vulgar. Quería encontrar palabras desconocidas para nombrar las cosas, para empujar a la realidad más allá de la experiencia. Y el lenguaje era siempre lo más importante para ella. Pero tres o cuatro botellas después, ya era el amanecer y nada encajaba del todo en su mundo álgido. Se pasaba una semana con el mismo vestido de florecitas azules hasta que al final, el olor rancio del alcohol impregnado en la tela, la obligaba al cambio. Nunca se desnudó completamente delante mío. Una noche, mientras duraba la fiebre del ron, se me acercó envuelta en una toalla roja, con el pelo húmedo, y vació una botella en mis pantalones. Nunca más me vuelvas a decir te quiero, susurró. Ahí se le ocurrió la peor metáfora: por suerte nos sobra este pis amargo. Se alegró porque era el modo menos vulgar que había encontrado para referirse a ese ron sin marcas ni etiquetas que un tío suyo había traído de Cuba, presumiendo ser el más revolucionario por haber conocido a un amigo de un amigo del Che en un viaje de quince días y tres horas por la isla.

INSTRUCCIONES I (para no ser un mediocre)

1. Involúcrese en actividades como el aeromodelismo, la numismática o la taxidermia.

2. Una vez por mes, trate de espiar a sus vecinos y si lo descubren no se haga el desentendido.

3. Eche la culpa de sus fracasos a los demás, pero en la cara.

4. Si al bañarse le entra champú en los ojos, aguántesela.

5. Duerma la siesta.

6. Tenga siempre a mano un libro que no haya leído ni piense leer en su vida.

7. Hable muy mal y con mucha convicción de películas que nunca vio.

8. Cuando viaje en el transporte público mire sin disimular hasta causar la indignación de alguien.

9. Cultive en redes sociales un perfil liviano y despreocupado publicando noticias llamativas de cualquier parte del mundo o estudios de universidades que probablemente no existan.

10. Especule todo el tiempo con la necesidad ajena para poder satisfacer la propia.

11. Haga una lista de enemigos y péguela en la puerta de la heladera.

12. Postule a trabajos con el firme propósito de renunciar a los pocos días.

13. Incentive a las personas a participar en concursos imposibles de ganar.

14. Duerma otra siesta.

15. Trate de envejecer al mismo momento que la vida lo disponga, ni antes ni después.

16. Tenga hijos y cada tanto juegue a abandonarlos.

17. Olvide rápidamente las cosas lindas que sueña y escriba en un cuaderno de notas todas sus pesadillas.

18. Visite una playa nudista y participe de una orgía, pero no se lo cuente a nadie.

19. Mienta, engañe, sea infiel o mire televisión, y no sienta culpa.

20. Agregue un nuevo mandamiento a esta lista en señal de pleno acuerdo.

DERIVA

Piensa el Sr. Gómez que es una payasada frenar para atarse los cordones de sus zapatos estando a sólo tres cuadras de la casa de la Señorita Sonia. Refuerza esta consideración convencido de que el cielo promete una inminente llovizna de verano que únicamente el paso firme e ininterrumpido le permitirá evitar. El Sr. Gómez no toma riesgos. De modo tal que, habiendo optado por continuar la marcha a pesar de la amenaza latente de un tropezón, se pone a evaluar con sigilo las probabilidades de que su cuerpo caiga en el ocaso de un descalabro que lo conduzca a dar con las narices en la acera. El Sr. Gómez siente el orgullo de no haber caído nunca. Entre los elementos que su intelecto toma como referencia para montar un súbito dispositivo de prevención identifica con mayor claridad: a) el largo con el que sobresalen los cordones a ambos lados de cada zapato; b) la creciente separación entre pie y pie, como resultante de una abertura de piernas cada vez más pronunciada; c) el permanente chequeo de la sensación que genera el contacto de la suela con la superficie de las baldosas. El Sr. Gómez suele ilusionarse muy a menudo con los mecanismos que inventa para sobrevivir en la ciudad. Pese a los esfuerzos, la imagen de un episodio fatídico se le instala de modo irreversible en la mente, y especialmente comienza a perturbarlo un hilo de sangre saliendo por los orificios de su nariz, dando origen a un curso acuoso uniforme que se derrama a través del cordón de la vereda y gesta un caudaloso río rojo calle abajo. El Sr. Gómez ha probado mil terapias para doblegar su sentimiento de fragilidad. Comienza entonces a restregarse frenéticamente la nariz con ambas manos, intentando que la realidad produzca las certezas necesarias para provocar una interrupción en el fluir de su imaginación que poco a poco lo ha apartado del registro mundano. El Sr. Gómez se siente una víctima del sistema y muy pocas veces se considera a si mismo una persona. Sorpresivamente empieza a ver que su manos se tiñen de rojo, pero es su mente la que le juega una mala pasada y le impide advertir que en realidad permanecen tan pálidas como hace media hora cuando salió de su casa y el cielo todavía estaba despejado y fue tan bajo el nivel de amenaza que sintió que prefirió evitar el transporte público para caminar sin pensar en nada. El Sr. Gómez desde muy pequeño ha intentado dejar su mente en blanco durante cinco horas. Se dice a si mismo, en ese momento desopilante en el que ve una sangre que no existe, que no va a caer porque no se lo merece, porque si piensa en el modo en el que ha crecido, sorteando la miseria y teniendo que aguantar toda la violencia que habitó su casa hasta que finalmente pudo abandonarla a fuerza de mucho coraje a los once años, todo eso ha sido suficiente padecimiento como para que, 35 años después, por ínfimos motivos de infraestructura urbana deficiente y detalles de vestuario mal ajustados, él pague con una caída una culpa mucho menor a la que otros no pagaron por la niñez que tuvo que soportar. El Sr. Gómez siempre dice que cree que fue muy feliz de chico. Ya casi llega, lo apuran los rayos que de a ratos hacen de la noche un día cósmico, pero al doblar la esquina para entrar en la recta final un pozo inesperado le desacomoda el apoyo del talón y contra la certeza de su falta de merecimiento, el Sr. Gómez cae al suelo de un modo torpe, dando con su nuca sobre un reborde de piedra, motivo por el cual queda en un estado de conmoción y parálisis momentánea. El Sr. Gómez se la pasa pensando cómo se va a morir. De pronto llueve, tal como todos esperaban, y el Sr. Gómez no encuentra el modo de ponerse de pie, así que decide cerrar los ojos y comienza a decirse, una y otra vez, que está muerto, que está muerto, que está muerto, hasta que llega a enojarse salvajemente manifestando su profundo desacuerdo con el modo en el que el destino le ha presentado a la muerte. En ese momento, la Señorita Sonia que lo estaba esperando en la puerta de su casa, se acerca agitada y sonriente hacia el cuerpo rotundo desparramado sobre la acera y lo besa en lo labios. Entonces, el Sr. Gómez abre los ojos y, por primera vez en su vida, le pide a una mujer que le ate los cordones.

Viento

El viento; como tajo de tu minifalda. Hueco helado o tiro en la frente. Y las manos que quieren atajar lo invisible; y las manos que quieren ser invisibles. Tajo en el viento. Asi son tus besos. Y asi me acuerdo de tus manos. Salvaje viento que sube de pronto tu minifalda: hasta que no hay mas tajo ni manos ni viento. Y somos apenas un tiro, un disparo a plena luz del día; fuego que nos vuelve invisibles. Y todo todo todo, incluso mis manos y tu tajo, pierde sentido.

 

HISOPO DEL DESTINO

Todo muy serio. Mueca tenue. La experiencia es un margen, una frontera. Zona franca. Click. Flash. Click. Te lloran los ojos. Quién sabe si faltan horas o días. Cada tanto viene la enfermera y recrea la pantomima. Hisopo del destino. Trabajo forzado. Domingos sin descanso. Alicia y Andrea cambian de turno a las 13. Se besan por compromiso. Una corre las ventanas y entra la luz. La otra cierra todo y tapa la luna. Está vieja la sala donde ya no amanece jamás. Abuelos, padres, hijos. Alguna vez en una camilla te traen al mundo. Y después de una vida entera: respirador artificial. Todo muy serio. Mueca tenue. Click. Flash. Click. La experiencia es un margen.

Como todos los días

Juan, como todos los días. Que hunde el cuchillo en la carne de un animal muerto, que quita la grasa y enjuaga la sangre. Que mira pasar las horas y piensa que es tiempo que se le va. Que espera un rato libre para hojear el diario. Que cuando no hay clientes sube el volumen de la radio y toma un mate amargo. Que espera el domingo para disfrutar la siesta. Que se despierta de madrugada y sin protestar sube la persiana del local cuando apenas ha salido el sol. Que anota el fiado en una libreta ajada. Que vive en el mismo barrio donde nacieron sus padres y no se frustra. Juan, que sabe que lo único que se olvida es la repetición. Y a pesar de eso, la vuelve a esperar.

CREDO

Creo en Dios.

En la neurosis concebida de su corazón.

En su histeria para promover y ocultar pecados.

En sus sueños eróticos,  su dolor de muelas y su mala caligrafía.

Pero creo sobre todo en su tendencia al abuso de poder.

 

Creo en la tristeza.

En el polvo intransigente que produce para  señalar la ausencia.

En la lenta marcha con que administra el olvido.

En su existir irreverente en un sangriento playlist de youtube.

Pero creo sobre todo en su lunática búsqueda.

 

Creo en el viento.

En la gris fragancia con que destruye las cosas.

En la siniestra capacidad para perforar la piel y el acero.

En su falta de planificación constante y su acelerado rumbo.

Pero creo sobre todo en su conciencia de clase.

 

Creo en la herida.

En el valor doméstico de la sutura que la restaña.

En la huella imposible de narrar que hace presente dolor.

En el estigma profundo con que recuerda para siempre los errores.

Pero creo sobre todo en su capacidad para ver el futuro.

 

Creo en la noche.

En las imágenes sin forma que inventa en la habitación.

En el orgullo con que cultiva y exacerba los mejores miedos.

En los fuegos que hace arder y también las cenizas que apaga definitivamente.

Pero creo sobre todo en el amanecer que promete.

 

MUNDIAL

mundialEl nacionalismo es, muchas veces, una especie de histeria colectiva desenfrenada que nace, crece, se reproduce y muere en el mercado. Seguramente, si la psicología hubiese estado antes que la nación, podríamos ser mucho más francos respecto de algunos sentimientos. Pero Freud nació mucho después que Rousseau. ¿Qué hubiese sido de cada uno de ellos de haber vivido en la época del otro? ¿Otra historia, otra modernidad, otra revolución? ¿Hacen los hombres a la épocas, o viceversa? Y en el medio, las ideas.

Muchas veces he pensado que la patria es un sueño que explota en la cabeza de Maradona la noche antes de la final de México 86. Y no hay nada más. Otras veces busco explicaciones más ¿racionales?: el resultado de todas las batallas que nos costó la independencia. Pero esta patria me deja afuera, no me interpela, no me contiene, no usa ninguna de las ecuaciones que me hacen feliz. No me conviene. ¿Con qué inescrupuloso uso de la historia asumimos la primera persona del plural para referir a decisiones y peleas que dieron otros, sangre y muerte que padecieron otros, valentía y heroísmo que vivieron otros?

De esta patria me voy, me escapo en un colectivo de línea. Paso por Plaza de Mayo y está vacía. Feriado. Entonces se ven mejor los crisantemos de los canteros, tienen una diversidad de colores que abruma. Pienso que nunca antes los había visto. Pobres, siempre tan pisoteados. Ellos son la patria muda, la bandera que no supimos tener: y disfrutan al sol de este día libre.

Este es un feriado nuevo, uno de estos que pusieron ahora, resistidos hasta el hartazgo por los brigadieres de la lírica epopeya patricia. Burgueses de muy buen gusto, que con la arrogancia disputan su derecho a opinar y decidir sobre todo, y pretenden equiparar su sangre jamás derramada a la de cualquier prócer, buscando convetir nuestra noble escencia en la continuidad heroica y obediente del sargento Cabral. Quizá no esté tan mal, a lo peor también en ellos respira la patria. Y al fin de cuentas, antes que morir en vano, morir salvando a algún San Martín. ¿O mejor morir en vano? ¿O son la misma cosa?

Después busco en algunos puestos de diarios y revistas un motivo que me marque el camino. Quiero saber a qué universo, país o destino pertenezco, antes del próximo gol. Sino no habrá festejo posible. O será simplemente la culpa de no dejarme llevar por la masa o el miedo al arrepentimiento, o unas ganas terribles de llorar las victorias, lo que me plante junto al Obelisco con un gorrito celeste y blanco intentando gritar no sé qué cosa, tratando de encontrar a mis amigos que antes vi en otros lugares condenando a los militares que rifaron la nación.

Pienso que si no salgo de Buenos Aires, de su lógica desmemoriada y procaz, jamás sabré nada. La ciudad conspira contra la producción de conocimiento autónomo. La ciudad hierve de reproducciones dosificadas con software que fabrican, en serie, la originalidad pretendida, otrora, por el arte, las vanguardias y el carnaval.

Costa Rica no pasa de octavos, pero que susto que metió. Eso me dice un taxista camino a casa. Todo el viaje es una reposición de argumentos que aniquilan mis dudas más emblemáticas. Yo nunca me siento tan argentino como en la época de mundiales. Mirá, hasta la banderita puse acá. Te juro que la veo flamer y siento algo en el pecho. Y eso que mucho no me gusta. Vamos a decir lo que es, los colores no son para nada atractivos. Pero en época de mundial, es como si el celeste fuera bien intenso, y siento ese sol quemando todo. Somos fuego. Somos campeones. Somos argentinos. Casi cien pesos hasta Belgrano. Me bajo y pienso en ese argentino que una vez conocí, al que los milicos le había secuestrado una novia. Y se la acordaba tan dulcemente que cuando hablaba de ella todo su cuerpo enorme volvía a tener 19 o 20 años. Pero no lloraba. Se la acordaba y me decía: “hay veces que es tan difícil ser argentino”.

SOLA

Tiene chocolate en los labios y no puede recordar su nombre. Está sola, sentada en un banco de Puerto Madero. Me parece que se está haciendo tarde para una niña de su edad. Aunque en realidad, su edad solo puedo estimarla por su apariencia, porque se lo he preguntado y se queda callada.

Aldana. Le aviso que así la voy a llamar, hasta que recupere la memoria. Me mira furiosa y bajito al oído me dice que soy un mentiroso, que la memoria no se recupera nunca. Cuando le pregunto por su ropa oscura, responde que no sabe vestirse de otro modo. Que no le gustan los colores claros, o simplemente no soporta como le sientan en el cuerpo. Así que siempre va de negro o gris oscuro. Empezamos a caminar y está anocheciendo. La ciudad la absorbe por completo, su forma no se distingue del fondo, y la mímesis es de pronto tan completa como siniestra.

Una niña que no confiesa su edad es cómo una mujer, pienso. A los lejos vemos pasar el tren de las dos de la mañana. Intento correr para alcanzarlo, pero Aldana me detiene. Tímida explica que no vale la pena, y la escucho decir que Camila entenderá todo y aprenderá a vivir sin sus sorpresas. Es inquietante, y tal vez no supere los diez años.

¿Sabés volver a casa? Escucho mi voz hacer la pregunta sin notar que mi mente la haya pensado. Me extraño. Y mirando siempre hacia el frente, al tumulto ennegrecido en que se convierte el sur de la ciudad cuando se va el sol, responde que no quiere volver. Que mejor se queda o pierde la razón, y no vuelve. Puede pasar. No tiene miedos. Y me pide que la deje ir sola. Sola. En el momento violento en el que los campanazos retumban en el pecho, ella pronuncia la palabra sola. Sola. Y la iglesia breve de Barracas, con sus vitrales azorados, se levanta más inmensa que nunca. Inalcanzable.

SALUD

1

Es mentira que te asesino por las mañanas.

Es verdad que te interrogo de noche.

 

2

Te juro que no me da la cabeza. Habíamos ido al Velorio del nene de Francisca, y después estuvimos unos días juntas porque ella tenía miedo de quedarse sola, decía que le faltaba el aire. Vino tres veces la ambulancia del servicio médico y la última vez una doctora muy jovencita me llevó aparte y me dijo que era un caso psiquiátrico. Así que yo traté de reunir a su familia. No podía yo sola, con todo. Me di cuenta que estaba pasando noche y día en su casa, ni ropa limpia me quedaba ya. Una mañana le dije que me iba a buscar ropa a casa, en realidad porque necesitaba un respiro, y se puso a llorar y me pedía por favor que no la dejara sola. Así que llamé a los hermanos, a los que conocía por lo menos. Vinieron enseguida, y armamos como un comité de urgencia. Con ella ahí, en el medio. Y más o menos acordamos cómo seguir. Pero claro, ella a pesar de su enfermedad o su malestar, sigue estando lúcida y te manipula, hace que hagas lo que quiere. Y me di cuenta de eso y me fui, me alejé casi completamente. Estaba agotada, no podía procesar todo. Yo necesitaba estar sola, en mi casa, pensando en mis hijos, en mis cosas, escribir, mandar unas postales a mi hermano. Y no la llamé más. Ahora me lo reprocha. Y capaz tiene razón, pero fueron unos días interminables.

 

3

Te importa poco si no vuelvo a tiempo para la cena.

Te duele demasiado si me quedo más de lo debido.

 

4

Se le mezcla todo. Yo creo que es su frustración histórica. Se pasó la vida bajo la pata de esa amiga suya, ¿cómo se llama? No importa, la que se dedica a la fotografía. ¿Sabés cuál te digo? Y creo que se convenció a sí misma que ella no podía, que sólo tenía que seguirla, acompañarla, ser la segunda. Y bueno, así no se puede salir. Si te pasas la vida siendo la segunda de alguien, es muy difícil que puedas sentirte bien. Se le nota en la cara todo ese malestar. Es cierto que cada tanto la criticaba, y entendía los problemas de esa relación, pero no pudo zafar. Y así está ahora, entre triste y enojada, porque la otra se fue, hizo su vida, anda por el mundo exponiendo en galería importantes. Creo que cada tanto le manda un correo electrónico. Pero lo cierto es que la dejó sola, y no puede rearmarse. Hace cursos; de esto de lo otro, cree que los cursos la van a salvar. De dramaturgia, de escritura de guión. Me dijo el otro día que estaba empezando uno de historia del arte. Yo me pregunto, esto no se lo dije, pero me pregunto para mí ¿historia del arte a los 52 años? Es demasiado. Lo que ya no sabes, lo que no te pasa… Si ella nunca entendió el arte, ni le interesó. En ese sentido fue un poco insensible. Para mi siempre tuvo una sensibilidad que dependió de la otra, y ahora que ya no está, claro, busca cómo compensar y no sentirse tan sola. Encima los hijos prefieren vivir con el padre. No se, de alguna manera la vamos a tener que ayudar. Pero ella no se deja.

CANTOS GREGORIANOS

Y después, con la hechura de las confesiones que habían permanecido demoradas y la certeza del no retorno, ya no volvimos a reírnos. Un café negro se heló a la mitad, la vieja casona de Boedo se estremecía, y los cantos gregorianos del vecino entraban por las ventanas.

Hubo que esperar unas cuantas horas así, sin decir palabra. Más tarde pudimos ponernos de pie y caminar hasta el umbral de la puerta de calle que tantas veces habíamos atravesado juntos, o separados pero sabiendo que al otro lado, más tarde o más temprano, el otro estaría para confirmarnos, simplemente, que valía la pena cruzar el umbral.

Ya era la tarde. Naranja sobre todas las cosas, la tarde fue viniendo, se fue haciendo evidente entre nuestro desánimo plagado de imágenes del pasado. No quise las fotos; no quiso los libros. Y coincidimos en no dejar nada pendiente, en desarmarlo todo.

Cuando estaba por irse, sólo con una bolsa de tela cargada de cosas que yo no quería y probablemente ella tampoco, pero al fin de cuentas, la pantomima de la división colabora con la historia de la separación, o la hace, o la define, o tal vez sean la misma cosa…

Decía que cuando estaba por irse, antes de darse la vuelta ahí en el umbral de esa casa que habíamos buscado con la desesperación de quién está a punto de perder el primer avión de su vida, me dijo algo inesperado: nunca te pertenecí. Me estaba mirando a los ojos con una tristeza odiosa, como pidiéndome por favor que ese no fuese el final, como encontrando una excusa pequeña para volver a vernos, aunque sea para saber que se había solucionado el problema de las goteras. Y así, lo que le salió de esa boca que yo ya desconocía completamente, fue que nunca me había pertenecido.

Y me quedé mirando cómo se iba serena sobre los adoquines de la calle. Sintiendo en mi mirada la tensión de su cuerpo que luchaba entre relajarse y seguir adelante, y darse vuelta para confirmar, tal vez, que a pesar del adiós nada había sido en vano. Pero le ganó la necesidad de conquistar soberanía para su corazón herido por mi repentina sed de novedades, serpentinas y firuletes. Y se fue sin volver, sin volverse, sin rebajarse, solvente en afectos, creyendo que estaba lista para empezar de nuevo.

Cuando dobló la esquina, muy a lo lejos, alcancé a ver que estaba llorando. Pero estoy seguro que le robé esa imagen al destino, o al sol, o a la perspectiva. Porque ella no hizo absolutamente nada, ni consciente ni inconscientemente, para mostrarme una sola lágrima.

Después, cuando ya no estuvo en el campo visual me quedé mirando la calle vacía. Y sentí, aliviado, que al fin lográbamos separarnos. Volví adentro y cerré todas las ventanas. No entraba ya ninguna luz, pero se podían escuchar con claridad los cantos gregorianos del vecino. Dije gracias en voz baja y calenté el café.

PIXEL

Ni tu espalda.

Ni tus manos.

Ni los peces de color

que hacés con chapitas.

 

Ni tu sombra.

Ni tu baile.

Ni las canciones modernas

que ponés una y otra vez.

 

Ni tus piernas.

Ni tus brazos.

Ni las delicadas tostadas

que untás con paciencia.

 

De vos, no quiero nada.

 

Ni siquiera

una foto de tu risa,

y eso que tu risa

es como la revolución.

 

Pero no.

Me conformo sólo

con un pixel.

 

Un pixel del lunar

que tenés justo encima

de tu comisura izquierda.

 

Un pixel de ese lunar,

ese lunar que es

como aprender a hablar

en otro idioma.

 

Un pixel nada más.

 

¿de que estará hecho

este deseo tan dispuesto

a respirar en el fragmento

a sobrevivir con lo borroso?

 

 

DRAMA II

Vuelvo por el parque, atravesando casi a tientas la oscuridad de la noche. Sospecho que Suniko me ha envenenado. Un malestar abrupto se instaló en mi cuerpo justo después del postre y tuve que despedirme súbitamente, cuando todavía no estaba cerrada la conversación. Pedí disculpas y prometí continuar en una próxima oportunidad con el esclarecimiento de aquel malentendido que arrastramos. Ella accedió sin mostrar incomodidad alguna. Tan amable, tan gentil, tan inesperada. Y eso es lo que más me perturba y me convence de esta posibilidad que mi mente maquina y mi pulso va confirmando de manera lenta y definitiva. El envenenamiento era una salida perfectamente sutil para un drama que, por otro lado, no tenía remedio. Está claro, Suniko ha decidido terminar conmigo para poder cerrar todo este cuento. El amor siempre dura un instante. Su nutrido arte en la cocina le ha permitido combinar los ingredientes de manera que todo pareciese sabroso, irresistible, y secretamente letal. Un arte tal que la pone a salvo de cualquier acusación porque no deja rastros. Pienso, ahora que el veneno ya casi me toma por completo la sangre, que cuando encuentren mi cuerpo dirán que fue simplemente una descompostura, un ataque al corazón, una disfunción inesperada que me sorprendió al cruzar el parque, camino de regreso a casa, y que perdido en la oscuridad no tuve a quién recurrir y tranquilamente, o no, me ahogué para siempre, para todos; pero fundamentalmente para mí.

Total nadie me reclamará. Ella lo sabe. Ni pedirán investigación alguna. Los acontecimientos serán claros, contundentes, exculpatorios. De ahora en más, todo será lento y definitivo. Caeré al suelo y mi cuerpo, ya liviano, exceptuado del peso de la sangre corriendo, liberado de la vida, atravesará la hierba; y seré frágil, no tendré ni fuerzas ni ideas para sopesar lo trágico. Y poco a poco me sumiré la tierra; sentiré la humedad barrosa entrar en mi poros, y todo lo que era mío se irá hundiendo en lo que no le pertenece a nadie. Sabré de bichos y raíces, y ya no reconoceré nada más que mi propia respiración ahogada de necedad. Y en el momento previo al desenlace fatal, justo después de la última inhalación, sentiré la cosquilla lánguida y babosa de una lombriz en la planta del pie izquierdo, y moriré, tal vez, sonriente.

El sonido armónico de mi teléfono celular me acaricia y me ubica justo donde estoy: de pie en medio del parque. Mi cabeza ha ido más allá de los acontecimientos. De pie al fin, pienso. En un mensaje de texto, Suniko me pregunta si estoy mejor. Exceso de perversión. Lo atribuyo a su plan siniestro y no a su buena fe. Si algo descubrí esta noche, es que esta muchacha de aspecto tímido y piel blanca perdió la moral hace mucho tiempo. Intento responder pero el frío, o tal vez el veneno, han entumecido mis manos. Se, sin embargo, que debo hacer el esfuerzo por escribir aunque sea una palabra. De ese modo ella sabrá que aún estoy vivo, y tal vez, esa sola palabra logre perturbarla un instante, quizá empiece a pensar que su plan fracasó, que la he descubierto y que estoy vivo, más vivo que nunca. Exacto, esa es la oración pertinente. Dejo caer el celular al piso y comienzo a frotar mis manos con fuerza para poder mover los dedos. Pronto el frío, o el veneno, ceden. Podría incluso volver a tocar el piano, me siento joven. He vencido una vez más a la muerte. Y eso escribo en el mensaje de respuesta para Suniko: Más vivo que nunca. Lo he logrado.

DRAMA

Cruzo el parque al anochecer para llegar a casa de Suniko. Hace ya varios meses que no nos vemos, y en una charla telefónica que tuvimos ayer decidimos que era momento de encontrarnos para aclarar aquel mal entendido que nos distanció. Le dije que no recordaba muy bien las circunstancias en que habían sucedido los hechos, pero ella insistió en la importancia de vernos para esclarecerlo todo. Usó exactamente esas dos palabras, y aunque ambas me parecieron excesivas no se lo reproché. Ahora pienso que tal vez debí hacerlo, porque de alguna manera mi silencio edificó un asentimiento que debe haber generado en ella una expectativa que tal vez ni siquiera tenía cuando lo enunció de ese modo. Nunca somos del todo inocentes en las ilusiones que fabrican los otros, y no puedo evitar sentir culpa al respecto.

La casa de Suniko es un gran cuadrilátero de madera con grandes ventanales que dan al parque. No importa donde uno esté, siempre es posible mirar hacia afuera y ver los árboles superponerse hasta cerrar el horizonte. No tiene divisiones internas, excepto el baño. Siempre me he encontrado muy a gusto en su casa, porque el espacio es amplio y está iluminado con luces tenues pero cálidas, direccionadas hacia puntos específicos; y también he disfrutado mucho de los almohadones que hay desparramados por todas partes, que permiten que uno se recueste a cada momento, adoptando cualquier posición y teniendo siempre un punto de vista diferente. Le dije alguna vez que lo que más me gustaba de su casa era como facilitaba angular de manera tan diversa la experiencia de la vida. Y se rió muchos días por el comentario. Suniko se ríe de un modo plástico, perfectamente sutil, y además, es justo mencionarlo ahora, cocina muy delicadamente.

Así que avanzo lento por el sendero que va de la avenida principal hasta su casa. Con la contradicción que me da, por un lado, saber que en ese sitio hemos sido felices, o simplemente compartimos alegrías y placeres que ya son recuerdos cosificados en imágenes que calaron las memorias; y por otro,  el desconcierto por esa intención excesiva por recapitular un episodio borroso del pasado con el afán de reubicar nuestra relación que en otros momentos simplemente llamamos amistad, con orgullo y pasión, y luego de aquella noche no sabemos ni siquiera cómo catalogarla.

Admiré siempre a Suniko. Porque cuando ella llegó a este país no tenía nada, ni siquiera palabras suficientes en español. Pero estaba convencida de que este era el lugar en el que quería vivir. Y así, con sus pocas palabras, fuimos haciendo lo nuestro. Yo le conseguí su primer trabajo, en una oficina a medio tiempo, y aunque no era bueno ni el ambiente ni el salario, eso fue clave para ayudarla con el envión inicial. Después ella estuvo más confiada, conoció otras personas, pudo mostrar su arte, y empezó a encontrar lo que andaba buscando. Ahora Suniko vive plena y confortablemente de la fotografía.

Tengo ganas de llegar ya, de evitar el protocolo de los saludos y las quejas por el tiempo que ha transcurrido, y poder ir directamente al punto. No porque me interese en modo alguno aclararlo, sino simplemente para conformarla, y poder volver al tiempo de antes, o seguir a nuestro próximo tiempo, o como fuera. Pero volver a estar otra vez cerca, unidos, confiados, tranquilos. Me preocupa algo que percibí en el tono de su voz, ayer por teléfono, y es que siento que ella me atribuye algún grado – no menor – de responsabilidad en los acontecimientos. Eso es lo que más me perturba, porque yo he buscado en mi memoria, rastreado las percepciones de cada instante que puedo recordar, y no encuentro modo alguno de hacerme responsable de nada. Excepto, de esa palabra poco atinada que tal vez la hirió más de lo debido. Pero tampoco quiero apresurarme. Sólo espero llegar y escucharla, porque sino iré disponiendo yo las condiciones de la conversación y no estoy seguro de poder afrontarlo hasta el final.

Ya puedo ver las luces de la cocina y advierto que Suniko está parada junto a su mesa de madera preparando algo de comer. Es una imagen tierna, como siempre. Qué pena me da ahora contar todos los meses que hemos pasado sin vernos, por tan poca cosa. Hoy, el verdadero drama será si llegamos a ponernos de acuerdo en lo que recordamos. Si tenemos la capacidad de llegar al punto de equilibrio en el que los recuerdos no sean tan individuales sino más armónicos, por lo tanto menos propios. ¿Pero quien puede aún no reconociéndose individualmente en un recuerdo sentirse representado por la memoria de un acontecimiento? Estoy seguroque Suniko tiene la templanza para asumir este desafío.

 

 

(después sigue….)

 

CONFIRMACIÓN DE ENTREGA

Volví al cruce de todo. Café negro y cordones desatados. La otra mañana no estaba como para decirte todas las cosas que necesitabas. Hacía calor, o había hecho demasiado la noche anterior. Y era una especie de fracaso estar despierto tan temprano. Te ibas a trabajar y eso me daba náuseas. El perfume desparramado; o tal vez porque eran mis vacaciones aturdidas de incertidumbre, no sé; después todo fue poco. O muy poco. Traté de resumirlo en ese mensaje de texto que odiaste, o borraste sin leer, o reenviaste a alguna amiga para descifrar. O nada. Desafíos para una despedida que se repite, crucigramas por whatsapp a las seis y cuarto, y líneas rotativas no circulares.

Me dormí pensando en la diferencia entre nuestras próximas horas. Crueles nueve las tuyas: queriendo saber deseos de otra persona, deseos en punto sobre mí, deseos que no sé si podré sostener. Me relaja saber que al menos, tendrás bastante dicha con el aire acondicionado de la primera hora, ese que saca la humedad que se te pega en el cuello y te arrebata la vida en una seca. En fin, pensando imágenes de este estilo me fui quedando dormido, mientras vos, lunática de futuro, te pasabas la mañana moliendo café para desconocidos de traje sin corbata que ni sospecharon ni pusieron a prueba tus inseguridades.

Y antes de cerrarme definitivamente los ojos con un candado te escribí: sos fatal. Enviar. Confirmación de entrega. Y entonces desaparecí en el sueño, creyendo que lo había dicho todo.

RENUNCIO

Renuncio al poder de ejecutar

sobre vos

sin límites ni eufemismos

este capricho travestido en norte

de una brújula desconcertada

en el campo arrasado

de nuestra despedida.

Te diría que soy la pura mentira

pero hasta mi mentira

que tu inteligencia presiente y acierta

te parece un gesto divino de amor

Por eso

a ese poder soberbio que tengo sobre vos

al sigilo sicótico con que modelo tú deseo

a esta obscena capacidad de hacerte callar

hoy renuncio.

Ya no quiero poderte

y dejarte sin hambre, sin dudas, sin viento.

Ya no quiero clavar

alfileres en tu espalda

para que los sueños

te duelan menos

que la realidad que los destila

No.

Quiero soltar el lazo que te ata,

porque también me ata.

Quiero soltar las justas razones

porque a esta hora

ya se han vuelto un poco injustas.

Ya no quiero poderte.

Por eso, hoy renuncio.

Al poder de decidir

de corregir

de ignorar,

de volver a cualquier hora

de cualquier parte

sin excusas

irreverente

con  infames relatos

de historias que jamás

existieron.

Me aturde

la grandeza que proyecta sobre mí

la pequeñez de tu solemne

paso sobreprotector

por el desierto de mi locura

Y entonces

ya no quiero poderte.

Con todo, con poco, con nada.

Cuando las cosas lleguen lejos

más lejos

tan lejos

que podamos imaginar

una tarde de verano,

después de la tormenta,

cruzándonos inesperadamente

quiero que vos de mí

ni el nombre te acuerdes.

Renuncio

a esa certeza inútil

que tiene nombre de comodidad

Digo basta de poderte.

Como quien detiene la guerra

Como quien multiplica el pan

Como quien escapa a medianoche

Como quien mata al monstruo

Ya no quiero poderte.

DESCENDIENTES

No recuerdo. ¿Estuve yo alguna vez en esta casa? Me dices que sí, pero sigo dudando. Es cierto que hay algo extraño, porque tengo la sensación de haber escuchado antes las voces de los sobrevivientes; todos hablando de momentos de su vida, tratando de convertirlos en recuerdos; los detalles de la tortura, las escenas del encierro. Pero no sé si era aquí. Me vienen imágenes como ráfagas: ahora te hablo de una tarde anaranjada, como si recién se hubiese detenido la lluvia, las ventanas estaban abiertas, la música y las conversaciones se podían escuchar desde la calle. Y salían para afuera aromas de perfumes dulces con un dejo de vainilla. Creo, si no me equivoco, que algo cocinaban mientras se reencontraban. No sé, todavía pienso que fue un sueño. ¿Por qué se habrían juntado todos? Entre el murmullo que recuerdo, me vienen muchas risas; si, tal vez carcajadas envueltas en palabras de dolor. ¿Qué hace el llanto y la lágrima junto a la mueca alegre en este fragmento de memoria? No, no, no estoy recordándolo bien. Ahora las paredes están secas pero me dan humedad en las palmas de mis manos. ¿Memoria o fantasía? Memoria e ilusión, así dije que sería todo esto. Especulo nuevamente: los dedos en una guitarra, y mi voz en tonos altos, y un bombo que alguien tocaba. O tal vez era el cajón peruano de Ernesto. ¿Él no estuvo aquella vez? ¿Ya no estaba con nosotros? Es cierto. Me acuerdo la tarde que se lo llevaron. O me acuerdo de la tarde que me lo contaron. ¿Cuándo era la tarde antes? Extraño a Ernesto ahora, igual que antes de saber lo terrible. Y aunque dudo de haber estado alguna vez aquí, en esta casa, no sé por qué pienso en él haciendo ritmo con las palmas sobre la madera en aquel rincón de esta habitación donde todos hablan. ¿De qué hablan? Del pasado, pero usan los verbos en presente. ¿Es acaso una estrategia o un simple modo literario? No quieren sufrir, pero siguen añadiendo posibilidades al relato de la experiencia. ¿Qué quieren más, la experiencia o el relato? Son la misma cosa, dices. Yo no lo creo. No creo en nada. ¿Para qué vinimos? No está bien todo esto; nada de lo que ha sucedido aquí estuvo bien. Y menos lo estará mañana. Mañana, mucho menos. ¿Vinimos aquí por mañana? No, a mí me duele encerrarme para encontrar o hacer el futuro. Y peor para todos si encima dudo y no recuerdo bien, y cambio puertas por ventanas y aromas por silencios. Peor. Mucho peor si con todo esto hay que hacer algo bueno, porque nuestros hijos lo merecen. ¿Quiénes serán nuestros hijos cuando podamos dejar de confundirnos con las palabras de ayer y salir de entre estas paredes en las que nunca estuvimos, ni atrapados ni libres ni revolucionarios? ¿Quiénes serán ellos? ¿Y nosotros? Descendientes, apenas.

(Ernest;1957) / V.O.Y.