LA PROFESORA DE GUION

La profesora de guión de una escuela de cine dijo a los alumnos de su clase: un personaje siempre va en busca de lo que quiere para descubrir lo que necesita.

El director de la escuela, que la escuchaba tras la puerta, hizo esa misma noche su propia versión, mientras cenaba con su familia: un personaje siempre va en busca de lo que necesita para descubrir lo que quiere.

Al día siguiente, la esposa del director de la escuela intentó reproducir la idea en la peluquería: una persona siempre que busca algo que quiere, lo abandona por algo que necesita.

Seis horas después, mientras la peluquera volvía a su casa, le comentó a un señor que iba sentado a su lado en el colectivo: me he pasado toda la vida tratando de tener las cosas que quiero, y me he olvidado de las que necesito.

Apenas un rato más tarde, ese mismo señor se metió en su cama de sábanas húmedas y después de apagar la luz del dormitorio, le susurró a su mujer que era maestra: mi amor, cuando te conocí deje de buscar lo que quería porque encontré lo que necesitaba.

A la mañana siguiente, la maestra empezó la clase de historia interrogando a sus alumnos adolescentes: ¿qué prócer les parece más valiente el que va en busca lo que necesita, o el que va en busca de lo que quiere?

Un poco más tarde, en uno de los recreos, una alumna preguntó a su novio: ¿estas conmigo porque me querés o porque me necesitás?

El pobre chico se quedó mudo, pero cuando llegó a su casa habló con su padre, un empresario exitoso, y le dijo: papá, siento que las mujeres quieren mucho pero no piden nada porque necesitan poco.

Esa noche antes de dormir, el empresario besó a su esposa como nunca, y al día siguiente inició con una frase similar la reunión con su equipo de marketing: tarde o temprano, las personas empiezan a cambiar las cosas necesarias por las que quieren de verdad.

Así pasaron dos meses y un popular anuncio de bebidas gaseosas en televisión decía: cortá con las cosas que necesitas; probá las que querés.

En un hogar de ancianos, una mujer de más de ochenta años que justo miraba la caja boba le comentó a su enfermero de veinticinco años: cuanta mentira… uno es más feliz cuando descubre que las cosas que quiere son las mismas que necesita.

Dos noches más tarde, ese mismo enfermero joven de cuerpo tallado, se metió en una habitación de hotel para tener sexo furtivo con la profesora de guión veinte años mayor. Y en un instante de locura le dijo al oído: usted es lo que siempre necesité y lo que siempre quise. Ya no busco más nada en la vida.

La profesora de guión se estremeció, y pensó, o sintió, que nunca había escuchado a nadie decir algo tan hermoso, original y cierto.

CONVERTIR EL PANTANO EN ASFALTO

No me pidas coherencia. Te puse mil veces un ticket de avión entre las manos y vos siempre decidiste guardar en la valija más cosas de las que podías llevar. Entonces no digas que yo estoy pensando en las flores marchitas y los árboles del otoño, porque es un descaro. No me despierto enredado en culpas ni duermo con sobresaltos. Todos los espasmos que ves son simplemente rayas de amor que consumo al atardecer, mientras se desvanece el perfume de tu pelo sobre el escritorio.

No soy yo el que desayunó postre y cenó mandarinas. Si tuvieras más entusiasmo y abrieras las tarjetas de cumpleaños con más calma, uno de los tantos destinos te hubiera parecido pertinente. No puede el amante desmedido contemplar todas las enfermedades, las ataduras y las irresponsabilidades del sujeto amado. Ahora mismo, a pesar de la frustración que tú tímido parpadeo impone sobre mi orgullo, no dejo de descargar arena seca en mi patio trasero, tratando de convertir el pantano en asfalto.

Y no te anuncies en la recepción con nombres falsos, porque ya me los conozco todos. Aunque inventes pasaportes de colores y tapados sin piel. Se que venís detrás del camuflaje inconfundible del adulterio y la desmesura. Te conozco por el modo en el que tus talones golpean el parqué y tu corazón retumba amargo en la sala de espera.

Ayer decidí no volver a casa. Hundí las llaves de la alacena en las aguas turbias de la fuente de la plaza mayor. Y fabriqué un tinglado con alfalfa y alambres, cerca de la desembocadura de la omnipotencia. Al final del camino de todos los caminos, me radiqué con el nombre y apellido que me dieron mis padres. Pero puse una fecha falsa sobre mi frente. Ya he salido, ya he muerto. Y todos creen que fue por amor.

SON MÁS DÍAS DE LA SEMANA

Martes: esos pescadores no van al mar. La luna se relaja, y es posible. Se relaja sobre un estanque que hay en el patio de la casa de mi abuela. Los sapos bailan el minué que estuvo de moda en el 68. Una pata de pollo y papas fritas sin aceite. Queda seca la lengua del torero cuando no hay fortuna. Una mujer mira desde la tribuna, pero la pelota no para. Directo al ángulo: la mano inquieta del director se desmaya sobre la nalga de una enfermera infartante que no usa corpiños. El señor de bigotes que va leyendo el periódico es un informante. Nos siguen, nos persiguen, nos van a conquistar otra vez. Estoy seguro, doctor. Dice un diagnóstico de la Universidad del Infierno: los hombres que se retuercen en la tumba no están muertos.

Miércoles: ¿qué clase de astro renuncia a la luz eterna? Nadie sabe contar. María, uno, Juan, dos. Hay en Tribunales una caja que guarda las fojas de una causa en la que nunca me presenté. Y me preguntan: ¿por qué no querés hablar de lo que viste? Sí, sí. Ovnis: no como sustantivo sino como verbo.

Mientras subo lento, agitado y desentonado las escaleras hasta el piso nueve, escucho voces de todos los mundo privados de las familias de mi edificio. Algún día firmaré el petitorio para que revisen con más frecuencia y menos prudencia, los secretos mecanismo que elevan y elevan personas en cajas cuadradas. Me detengo extasiado. La del quinto hache le dice, a los gritos, a sus hijos de cinco y nueve años: No soy ni quiero ser la enfermera despiadada que se desabrocha el primer botón del delantal y trepa a la cama del convaleciente.

Jueves: vino el lechero y era un hombre guapo vestido de mujer. En la guantera de un camión cargado de trigo hay un lápiz labial. Y la rubia se pone a llorar delante del espejo. ¿Quién inventó la saliva? ¿Y el celibato? Mariana no se depila porque le duele el lóbulo derecho de la indecencia. Yo vi un cerro de noche, y estaba lleno de luciérnagas privatizadas. Se venden. Todos tienen algo para vender. Ya no hay héroes; y el tráfico de picaportes está en extinción.

Final de la fiesta. Mi prima ha contratado descolgadotes de guirnaldas profesionales. Cobran barato y aceptan tickets. Además, hacen su trabajo con el torso semidesnudo. Dos amigos arrebatan mi última copa de vino. Los cristales se estrellan. Como pueden me suben a un taxi y un señor parecido a Dios hace que los escucha. Y le dicen:

«Este es un hombre sin suerte. Puede llevarlo a cualquier parte, incluso, dejarlo en la próxima esquina si quiere. Puede perderlo o perderse con él, asesinarlo o tomar su camino. Puede insultarlo, estafarlo o raptarlo. Puede pedirle cosas imposibles, confesarle deseos ocultos, desenfrenarse, acribillarlo, adorarlo, hacer en su nombre una hoguera o fundir su sangre con la baba de su hija menor. Puede frotarle el vientre, peinarlo, desvestirlo, cortarle una oreja o arrancarle los dientes. Si quiere, si resulta que algo de esto, o todo esto al mismo tiempo, le da placer, puede hacerlo. Nosotros lo autorizamos. Y le prometemos que no habrá reclamos. Entregamos un pasajero que no sabe que está viajando, y ese es ya su peor destino. El resto le pertenece a usted.»

FUTUROS FUNERALES

Cuando vengas a mi funeral quiero que estés bien. Que saludes, sonrías y converses con todos los que puedas. Que te acerques de improviso hasta mi cuerpo inmóvil y me cantes al oído esa canción que conocimos juntos.

No es necesario que te quedes todo el tiempo, ni siquiera que acompañes el cortejo al cementerio. Esa es la peor parte, y seré feliz si puedo hacer algo para que te la ahorres. Pero si quiero que mientras estés allí, todo parezca natural, sereno, alegre.

Quiero que abras las ventanas del lugar y ventiles el ambiente. Y que le digas al encargado que retire todas las coronas porque el muerto tiene alergia al polen. También me gustaría que te ocupes de las bebidas, porque además de café, es preciso tener un poco de ron y algunos licuados.

Por favor, esto es importante: que nadie se preocupe por la ropa que lleva puesta. Es más, te diría que a más color más a gusto estoy. Y que todos sean tolerantes con las reacciones de cada uno. Los que lloren, los que rían, los que griten y los que en silencio descansen en un rincón, todo me habrán querido de algún modo.

Cuando vengas a mi funeral quiero que estés bien. Que no pienses en todas las cosas que ya no haremos, sino en las que hicimos, que también son infinitas. Que te relajes y disfrutes como cada vez que lo hiciste cuando hubo un momento importante en mi vida. Y este, te juro que lo será.

También quiero, si es posible, que en algún momento te pongas a contar anécdotas graciosas sobre mí, y que intentes que otros se sumen con otras. Y que poco a poco, sin notarlo y sin quererlo, todos se descubran riendo conmigo, a mi alrededor.

Y sin ánimo de abusar, me gustaría también pedirte que traigas un cd con canciones para poner en el momento final. No quiero que musicalices la escena, sino que alegres el momento. Supongo que sabés de qué canciones estoy hablando. Y sólo con vos puedo hacer este pacto para volver a escucharlas cuando ya no pueda cantarlas.

Y antes de irte, quiero que te acerques hasta mí. Me pongas una manta encima y me hables del pronóstico del tiempo. No voy a poder hacer esto sin saber si mañana habrá sol o no.

Cuando vengas a mi funeral quiero que no hables de la muerte.

Quiero que te acerques hasta mi madre y que sin llamar la atención de los demás, le digas que yo estoy bien. Y que voy a estar mejor.

PESCADA

Quién sabe si tuvo razones

para masticar sin reparos

el anzuelo de brillo errante

que se hunde en el mar

Muerde

y mientras su boca

llora

olvida el dolor

Aunque nadie le habla del destino

presiente el final

Sangra

una sangre salada que asfixia

llora

Busca en los ojos

tristes de los demás

una llave

Pero encuentra olas y espuma

que denuncian su error

Ya no pelea

su cuerpo mutilado

es apenas la nota aguda

de un piano callado

LOS DIAS DE LA SEMANA (LUNES)

Ahora firmo el acta de compromiso con la vida. Me encierro en mi habitación y escribo sobre la responsabilidad. Hombre que mira a la mujer que habla. Un ojo sucio, una lengua corta, un puente de hormigón hecho por arquitectos que vinieron de MARTE y no pueden regresar.

Tengo la imagen de un canguro flotando entre duras nubes de almidón. Dura la vida. Y mientras tanto, el salto de una niña que lleva trenzas negras y un sombrero gris, alcanza el mar.

La semana es tan corta que habría que programar con más esmero las frecuencias de los relojes de la vía pública. Se escucha el zumbido. Una mosca frígida que escapó de la cárcel de Devoto se mete por la mirilla de la puerta de calle de mi vecina ciega.

¿A quién le importa el nombre de los días? El lunes podría ser árbol. El martes: cielo. El miércoles: pez enorme que cruza al trote el río Amazonas. El jueves: luna de cemento. El viernes: siesta bajo un ombú descarriado, adicto al polen de las margaritas, dependiente, siniestro, malhumorado, asqueado de tanta raíz hundida en la tierra. El sábado: pelota de trapo. El domingo: cruz.

Pero es mentira. A Juanita sí le importa. A Rubén, que para no matarse se toca mientras viaja en subte, también. A Ana, que tiene 35 y se enamoró de la panadera, seguro que sí. Y a mí, que ya no tengo remedios en el botiquín del baño porque anoche me los fume todos, sí claro. Cómo no.

Decía entonces que…

Lunes: la canción de los pobres. Suena, suena. Que se agite la bandera y el miedo desaparezca. Asunción, sangre: saben dónde van, lo saben. Tienen escrito el nombre del destino en las palmas de las manos. Un punzón caliente les agujereó la piel: libertad y estrías de pulgas ancianas. Cortan venas, rompen calles, se cobijan en la mugre. Hediondos de tanta espera, arman la murga del infinito destino sin destino, y se toman en serio las consignas de un viejo barbudo. Son líquido espeso de una inyección para el culo. Cantan. Bailan. Agarran a los perros por las patas de atrás, y los muerden hasta hacerlos sangrar. Ningún río rojo los conmueve. Sopranos del viento. Silencios de la altura. Rumiantes de la vanguardia. Espejos del tiempo apagado. Lamparita oscura que alumbra en la tenue mirada de Julia mientras promete volver.

Termina el día y un televisor me habla con la voz quebrada. Dice que ya no hay tangos que lo conmuevan. No, no, no. Ya está: comienzan a oscurecerse los ojos de los buitres. Un día más, una certeza menos.

No soy ni quiero ser la pierna que reprime la búsqueda infame de un hueco caliente por debajo de la mesa.

ABRILLANTADAS

Me cae mal la gente que aprovecha las épocas festivas del fin de año, para decir en voz alta y dejar en evidencia, cada vez que se le presenta una oportunidad, que no le gustan las frutas abrillantadas.

Pero también me caen mal los panaderos y empresarios de la panificación que bajo el dominio de no se qué tradición siguen desoyendo la voluntad popular y llenan sus estanterías de pan dulce y budines rellenos con fruta abrillantada, cuando está claro que no le gustan a nadie.

Me caen mal los tíos gordos que se disfrazan de Papá Noel y en medio del espectáculo familiar no resisten la tentación de tomarse un trago de sidra o mandarse un pedazo de turrón, generando un claro ruido en la fantasía de los pequeños creyentes.

Pero también me caen mal todos los demás miembros de la familia que, flacos o no, se rehúsan a disfrazarse y alimentar las ilusiones infantiles, esgrimiendo argumentos tan terrenales como pelotudos.

Me caen mal los verduleros que no te parten el ananá al medio cuando claramente la cáscara pone en duda el estado de la pulpa, y te obligan a llevártelo así como está, entero, con la vil excusa de que una vez partido, si la fruta está fulera no hay cómo venderla.

Pero también me caen mal los que habiendo tenido (o no) experiencias traumáticas con la pelada del ananá natural, le ponen a la ensalada de frutas los que vienen en latas, que sea cual sea la marca, son absolutamente todos un festival de colorantes y químicos.

Me caen mal los amigos o familiares lejanos que habiendo quedado colgados el 24 a la noche vienen a pasar la Nochebuena con tu familia y no sólo no traen ni vino, ni postre, ni regalo para el arbolito, sino que una y media se van medio borrachos y sin preguntar cuanto costó la fiesta.

Pero también me caen mal los miembros de la familia que no avisan que van a venir con invitados, y exigen buena cara, buen ánimo, buena acogida para el forastero, bajo presión de armar un flor de quilombo contando alguna cosa medio oscura de uno, que otro no sabe.

Me caen mal los profesionales de la salud de cualquier especialidad que después del 20 de diciembre ya te dan turno a partir del 5 de enero, con un índice de impunidad tan elevado, que los males que aquejan al cuerpo se revelan.

Pero también me caen todos los que se dejan estar hasta último momento, y creen que porque un pico de estrés les revienta una arteria, tienen derechos a ser atendidos en plena nochebuena, sin mediar el respeto a los trabajadores.

Me caen mal los que llegado el momento del brindis y la presentación de las cosas dulces, te comen solamente turrón, y no le dan ni una chance al mantecol, las garrapiñadas o el maní con chocolate.

Pero también me caen mal los que quieren deslumbrar con un toque de exotismo ridículo, y ponen higos secos, damascos semi podridos, almendras bañadas en chocolate amargo, y no se que oro montón de cosas que el mundo desconoce y/o no puede comprar.

Me caen mal todos los desconocidos de siempre que en las vísperas de las fiestas acompañan cualquier interacción cotidiana con un cálido felicidades, generando más incomodidad que otra cosa, porque claramente uno no está preparado para responder a semejante enunciación formulada por, por ejemplo, la panadera.

Pero también me caen mal los que no dicen nada y hacen como si los días festivos fueran uno más, e incluso, jactándose de ello aprovechan para decir hasta último momento que no saben ni dónde, ni con quién, la van a pasar.

Todos estos me caen mal.

Ahora les pido que me disculpen, pero no puedo seguir porque se me llenó el tanque de frutas abrillantadas, y vamos a tener que ir con la tía Ofelia hasta el otro lado del terraplén, para ver si los conejos se amansan y amaina la lluvia de cuervos.

LA MUERTE DE LA PARTERA (I)

Me gustaba escucharla decir, con la misma frecuencia cardíaca y el mismo tono de voz despreocupado, cosas tan diferentes como: por mí no te preocupes, siempre seré tu puta; o como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací”.

Le gustaba Borges. La enfermaba Borges. Y me enfermaba con fragmentos de Borges a cada minuto del día. Borges a toda hora recitado con agudo tino en la interpretación, pero siempre mezclado con esas otras barbaridades que no podía contener: no quiero más hijos, suficiente martirio con el que ya me diste; un hijo que se parece tanto a vos que debo esquivarlo para no abusar de su sexo. Con Marito me basta. Algún día aprenderé a ser su madre, y ese día perderás a tu mujer.

No habíamos dejado pasar ni un segundo entre que nos vimos la primera vez y se desató nuestro vendaval de lujuria esquizofrénica. Y las cosas siempre fueron bien, sin condiciones, con la certeza de que lo único que nos pondría a salvo del tiempo sería el sexo, la búsqueda sofisticada de nuevos modos de excitar el cuerpo y la mente, incluso castrándolos cada tanto, condenándolos al enfriamiento deliberado, al engaño desenfrenado, o la mutilación parcial.

Por eso, porque su cuerpo estaba preparado para todo menos para engordar, y porque su mente estaba abierta a todo, menos a la idea de la reproducción, le costó tanto aceptar el embarazo.

Se había hecho tres abortos. Uno sólo conmigo. Y creo que por eso no dejamos que Maritio se fuera también por la alcantarilla. Lo intentamos pero algo que debe llamarse destino lo evitó. Estábamos en casa de la partera que clandestinamente hacía arte con el vientre podrido de las adolescentes del barrio. Una vieja conocida de Burzaco: Amalia Zurita. Tenía realmente una notable experiencia, sobre todo en esto de hacer las cosas sobre el filo de la ley y la moral. Estaba todo dispuesto, pero un momento antes de proceder, la vieja sufrió un terrible accidente eléctrico. Estaba enchufando el cable del velador que ponía cerca de la entrepierna de la paciente,  cuando la parca fortuna le erizó la piel y los pelos hasta convertirla en carne vieja, inmóvil, violeta, muerta. Vimos morir a Amalia Zurita, y un poco nos gustó. Yo quedé pasmado, ni siquiera atiné a apartarla. Y ella con las piernas abiertas. Tan abiertas como nunca se las había visto.

Estábamos asustados, pero nos atraía singularmente la idea de practicar sexo ahí mismo, en ese momento. No hablamos. Pero tuvimos una charla rápida con miradas mudas que fueron del cadáver de la vieja tirado sobre el piso a la lámpara de fluorescente que colgaba del techo, pasando por el sudor que empezaba a caer de su entrepierna y mojaba la camilla.

Siempre nos drogamos demasiado, vivíamos demasiado bien con eso como para erradicarlo. Aguantábamos el frío, y atravesábamos los veranos. Pero ese fue el único día que no nos drogamos. Y por eso, quizá, decidimos que un hijo era un modo de llegar a alguna parte. Dejar de cruzar la plaza para sentarnos en un banco y ver al resto pasar. Y dijimos que sí. Y vino Marito. Un hijo que tuvimos y no criamos. Un hijo que fue a las escuelas que no fuimos. Un hijo que creció sin tenernos. Un hijo que se hizo grande antes que nosotros. Un hijo al que ella perseguía hasta el cansancio, sin éxito. Un hijo que ahora, quien sabe donde está.

NO ESTAMOS ENVOLVIENDO

¿Quién no ha recibido regalos cuando era un niño? ¿Quién no ha deseado, cada cumpleaños, cada día del niño, o cada Navidad, frente a la inexorable elocuencia del paquete aún cerrado: que no sea ropa que no sea ropa que no sea ropa? ¿Quién no ha disfrutado hasta el último jirón de papel la mágica incertidumbre, mezcla de fantasía y deseo, que contamina el rito de quitar un envoltorio? ¿Quién será alguna vez tan cruel como para olvidar todas esas sensaciones, por más años y regalos que se acumulen en la mesita de luz? Nada en la vida vuelve a ser tan dulce como las tardes de cumpleaños sentados frente a la pila de regalos por abrir. Si alguna vez quisimos que algo fuera eterno, seguro fue uno de esos ratos.

Yo era de los que no podía evitar dirigir la mirada al regalo que el invitado traía entre sus manos, incluso antes de darle el beso de bienvenida. Mi madre siempre trató por todos los medios de hacerme entender que eso estaba mal, y que era mucho más grave aún si además lo acompañaba de una sentencia tal como ¿qué me trajiste? Todo el empeño que puso, no logró calar profundo en mi ansiedad. Sigo disfrutando igual que antes, ese momento en el que un envoltorio cualquiera llena de indicios el ambiente y te carcome por dentro. Y en esto, permítanme una digresión, no hay bolsita de cartón de Shopping alguno que reemplace, ni en el potencial del regalo ni en la capacidad de generar incógnita, al papel rosita que algún kiosquero de barrio le ponía nuestros paquetes de antaño.

Pero también hay que ser justos y decir que todo lo que había de emocionante en aquellas ocasiones era la cantidad de envoltorios que abrir y de papel por romper. No así el contenido de esos paquetes, que en la mayoría de los casos era realmente decepcionante, y generaba climas realmente perturbadores entre los invitados. ¿Con qué ganas ibas a jugar más tarde a la mancha agachada con el compañero que te había traído una colonia Pibes? ¿Cómo no mirar con odio a aquella que sin control alguno devoraba la milhojas con dulce de leche, y sólo te había traído una caja de fibras de seis colores? ¿Qué ganas de reventar la piñata te podían dar, si de todos esos que esperaban hambrientos abajo del globo enorme, apenas uno o dos te había sorprendido realmente con un camión a pilas o un mutante que disparaba flechas?

En la memoria de estas sensaciones, y de otras que ahora no sé como escribir, me amparé días atrás cuando prácticamente me amotiné en la sucursal de una de estas cadenas de jugueterías tan modernas que se alzan impunes en las grandes avenidas de la ciudad.

Paso a explicar: habiéndome muñido de un hermoso ejemplar coleccionable para mi sobrina de apenas ocho años, me dirijo tan ilusionado como antes por abrir los regalos, esta vez para pagar. Los que hemos disfrutado de recibir regalos, lo hacemos del mismo modo comprando cosas para otros. Entonces, me cobran, pago, guardo el vuelto, y el juguete yace sobre el mostrador. Ella, la cajera, me mira a los ojos. Silencio. Yo, sin quitarle la vista de encima, le digo: es para regalo. Y ella, detrás de su rostro suntuosamente posmoderno y sus insolentes 22 años, me escupe las siguientes palabras: no estamos envolviendo. Silencio. Todo este vendaval de recuerdos se me vino encima, y encendió en el medio del pecho el fuego más feroz que jamás haya sentido. Un fuego que se expresó como vómito agresivo cargado de connotaciones ideológicas que esta chica, probablemente sin comerla ni beberla, debió atajar sin chistar.

¿No estamos envolviendo? Vuelvo a ser niño un instante. ¿No estamos envolviendo? No quiero dejar de ser chico. Es como si el heladero me dijera no estamos haciendo crema del cielo. O como si el señor de la calecita me advirtiera mira que no estamos pasando la sortija. O como si un fabricante antiguo de golosinas me anunciara no estamos poniendo sorpresas en el Topolino O como si, al fin de cuentas, el dueño de un circo se excusara: no estamos trayendo tigres (aunque esto último, ahora que lo pienso, sucedió muchas veces)

Ella trató de argumentar: Mirá, soy la encargada, y tengo tres chicas más. En total… cuatro. Tengo el local a pleno. Si encima tenemos que envolver cada cosa, es RE difícil.

Yo enfurecí. Y ella entendió. Y envolvió.

Te pido perdón. No se cómo fue la infancia de los que ahora tienen 20 o 22 años. Pero te juro, que para los que tenemos apenitas más de treinta, el envoltorio de los regalos, los helados de crema del cielo, la sortija de la calecita, la sorpresa del topolino y los tigres, fueron y siguen siendo RE importantes, che.

NIETO ARTISTA

Mamá, papá (donde quiera que estén) tengo algo que decirles: me puse un blog. Quizá no esperaban esto de mí. No se preocupen, yo tampoco. Hace diez años cuando les dije que quería ser escritor, estaba claramente pensando en otra cosa. Y hace cinco años, cuando les avisé que ya no me mandaran más dinero para el alquiler, también estaba pensando en otra cosa. O mejor dicho, no sé en qué estaba pensando.

Mamá, papá (con quién quiera que estén): Quiero que sepan que poner un blog no es lo peor que puede pasarle a una persona. Hay otras cosas. Pero no quiero inaugurar una sección sobre ventajas comparativas. Mejor me gustaría contarles sobre las virtudes de tener un blog. Porque me los imagino caminando por el pueblo, tratando de explicar a los vecinos qué hace el nene en la gran ciudad, y no quiero que sientan angustia alguna. Al contrario, éstas son pistas para ir con la frente alta.

Mamá, papá (si es que todavía siguen leyendo): Un blog es, ante todo, un espacio de expresión gratuito en el que uno puede trabajar con mucha libertad. Es cierto que nadie te paga. Pero tampoco nadie te cobra. Y eso, ya es bastante. Lo bueno es que todas las cosas que uno tiene para decir, incluso cosas que nunca imaginó que quería decir, las puede publicar. Y no hay editores ni correctores que oficien de censores. Miren que interesante, en un blog uno es su propio jefe.

Mamá, papá (sobre todo vos papá que querías que fuera director de tránsito): No soy un perdedor. Mucha gente te puede leer en un blog. Tengo una amiga a la que le entran entre 40 y 45 personas por día. Y si bien todavía no he llegado a ese nivel, todos dicen que puedo hacerlo, e incluso superarlo. Así que miren este lado positivo: un blog te puede hacer muy popular.

Mamá, papá (sobre todo vos mamá, que me soñabas bailarín del Colón): Desde que me puse el blog me cambió la vida. Escribo todo el tiempo reflexiones profundas o monólogos irritantes. Y eso me hace sentir más útil. Me lleva tanto tiempo que pedí reducir las horas de trabajo, para poder dedicarme de lleno a esto. Me rechazaron el pedido. Y después me echaron. Así que ahora calculo hacer un post cada 30 o 35 minutos.

Mamá, papá (antes de que desconecten el respirador atificial de la abuela) me gustaría que le cuenten. Que le digan que tiene un nieto artista. Que escribe pero también pinta, y que próximamente, abrirá un nuevo blog para colgar sus cuadros. O las réplicas de ellos. Y sí, porque uno puede tener tantos blogs como quiera. Y esa es una ventaja. Si quiero tengo un blog para cada sensación. ¿No es poético?

Mamá, papá (antes de que se pongan a abrir sus propios blogs quiero advertirles que no es para cualquiera ya que si no tenés constancia y perseverancia y renovás todo muy muy a menudo un blog puede convertirse en el arma que dispara contra uno mismo con la presición de la enfermera experta que te ensarta la aguja justo donde menos duele) gracias por entender.

EL PROBLEMA

Soy un hombre común. Tengo una esposa, dos hijos y cuarenta cinco años. Vivo tranquilo, en un barrio poco ruidoso de la ciudad de  Buenos Aires.  Pero el problema, dicen, es que me gusta pintarme las uñas. No todo el tiempo; tengo mis momentos. Incluso soy  bastante delicado en la elección de  los colores y las ocasiones. Me tira más el rojo brillante o anaranjado que los bordó. Y mi mujer  colabora trayendo catálogos para que pruebe nuevas  marcas. Al principio le costó mucho aceptarlo, pero ahora ya lo entiende y hasta  lo comparte.

Por lo demás, no me salgo mucho de lo común. Trabajo en una oficina a la que voy cada mañana, vestido siempre con un traje  diferente. Me junto  con amigos a conversar de fútbol, de mujeres o de política. Y en esas reuniones suelo beber demasiado. Pero el  problema, dicen, es que me gusta usar  lencería. Y en esto soy intransigente: no me gustan los boxer, ni los slips, ni andar en bolas.  Así que en el primer cajón de mi mesa de luz, la ropa  íntima se me confunde con la de mi esposa. Mis preferidas son las tangas  caladas en negro. Creo que me quedan muy bien, y me dan una extraña  sensación de seguridad al caminar.

Como ven, soy una persona aceptable, razonable, encaminada. Soy católico practicante, y los domingos me gusta ir con mis hijos a  escuchar la misa que dan en una capilla de Colegiales. Es un gran rito familiar. Todos nos confesamos y comulgamos para renovar  nuestra espiritualidad. Pero el problema, dicen, es que en mis ratos libres me gusta contactar adolescentes por Internet con un sentido claramente sexual. Me gustan las jovencitas que a esa edad empiezan a descubrir el sexo, y siento que con mis años, algo puedo darles a cambio de su entrega inocente. Sólo en muy pocas ocasiones he logrado un encuentro real, aunque confieso que todas resultaron grandes experiencias. Sentir que uno es quien está desatando el despertar sexual de una personita, es encantador.

Toda mi vida familiar es una maravilla. Pasamos Navidad en casa de los padres de mi esposa, y en año nuevo siempre cenamos con los amigos que todavía conservo de la Universidad. Con ellos, con sus esposas, y con sus hijos. Es siempre una fiesta agradable. Y en febrero, salimos de vacaciones para algún lugar tranquilo de la costa Argentina. Pero el problema, dicen, es que hace quince años arreglé un par de jueces para no compartir con mis hermanos la herencia de mis padres. Desde entonces ellos no me hablan, y tampoco sus familias. Los entiendo, porque hace mucho tiempo que arrastran problemas que los han vuelto un tanto resentidos. Por lo demás, no era tanta plata la que había que repartir, y en su momento consideré que haberme hecho cargo del crematorio, me daba todos los derechos.

Reconozco muy bien todas mis virtudes: socialmente agradable, buen humor, inteligencia, y un atractivo físico que conservo incluso a esta edad. Todo esto me ayuda a llevar adelante esta vida tranquila. Pero hay dos cosas que rescato por sobre todo: no ser rencoroso, y no sentir culpa. Esos dos elementos combinados en la personalidad, te hacen permanecer más clamo y confiado. Y se envejece más tarde. Pero el problema, dicen, es que maté a un delincuente de 14 años, mientras intentaba robarme una noche en la puerta del garaje. Cuando la justicia me obliga a repasar mentalmente las imágenes de aquel episodio, no dejo de sentir que hice lo correcto: la forma de andar, de vestirse, de interceptarme, todos indicadores que anunciaban lo terrible. Pero yo estoy bien entrenado para afrontar este tipo de situaciones: saqué el arma de la guantera y le disparé tres balazos desde adentro del auto antes que pudiera decir una palabra. Por suerte, cayó al instante.

Pero el problema, dicen, es que el delincuente no estaba armado.

No sé, todo eso lo determinará la justicia. Y yo soy un hombre común, que tiene mucha fe en Dios y la justicia de este país.

PANCITOS CASEROS

Esta conchuda se hace la superada. Me llama después de cinco años y me dice, con un descaro digno de documental: te extrañé. Lo  primero que le pregunto es dónde consiguió el número. Y sigue con esa insolencia: lo tenía, ¿no te acordás? No, no me acuerdo.  ¡Hija de puta! Si cuando la dejé de ver todavía no se habían inventado los celulares. Una de dos: o le corto ahora mismo, o le digo de  vernos para cagarla a trompadas. Pero no me deja meter bocado, y agrega, creyéndose misteriosa: necesito hablar con vos de un  tema importante. No entiendo, tendría que estar en un manicomio. Parece que es importante porque no me lo quiere decir por  teléfono.  En fin, quedamos para cenar.

Y yo todo el día me estoy haciendo la cabeza con lo peor. ¿Qué es lo peor? La dejé embarazada, y esta yegua no me dijo nada, y  seguro me cae con un pibe de cinco años que me dice papá, y me trae los cuadernitos del jardín para mortificarme con dibujos de una  familia sin padre. Tengo que ir preparado, con mi propia versión. Le voy a explicar bien clarito al pibe. Tiene que saber que acá la  culpable es la madre; si yo nunca me enteré. Quiero decir, nunca me dijo. ¿Capaz debí intuirlo? No, no, que no me venga con esas pelotudeces de mujer que hace yoga. No sé cómo pudo pasar. O sí, que se yo. La verdad que cogíamos todo el tiempo. Y a veces nos cuidábamos, y a veces no. Igual qué importa eso.

Así estoy todo el día. Haciendo cuentas, tratando de recordar momentos que a lo mejor nunca existieron, porque todo fue hace cinco años. Ya no me acuerdo si la deje o me dejó. No… ella me dejó. Si, entonces más a mi favor: si ella me deja ella es responsable de no haberme dicho nada. Pero todo esto cómo se lo explico a un pibe de cinco años. Pobre. Es increíble: sabemos cuándo el puñal de una mujer entra, pero nunca hasta dónde puede hundirse.

Si lo hubiese sabido en su momento, que se yo, lo asumía. Me hacía cargo. Pero a esta altura, un hijo es una complicación. Yo estoy en otra historia, bien, con convivencia de unos años, tranquilo. No puedo pensar en un hijo. No sé. Y si quiere guita. Menos. Porque si viene con el pendejo, seguro quiere guita. Yo la conozco, no va a venir porque si a decirme ¡ay sos padre disfrutá disfrutá, tenés un hijo! Seguro que sabe que ando con un buen laburo y lo que quiere es sacarme plata. Pero no, andá a saber si es mío. Yo primero me hago los análisis. Claro que al pibe no le digo nada, ya bastante se aguantó. Pero tampoco le voy a hacer un padre cariñoso de una. A ella, a solas, se lo digo sin filtro: Bueno, me mandé una cagada, está bien, lo voy a remediar, pero necesito estar seguro. Es lógico. ¿Es lógico? Si es lógico, hace cinco años que no la veo, que se yo si el pibe es mío.

Llega la noche. Yo estoy que no doy más. Nos vamos a encontrar en un lugar para cenar. Fino, lindo. Yo lo conozco de afuera, nunca entré. Ella ya me está esperando sentada a una de las mesas del fondo. Sola. Es piola, se vino sin el pibe. Entonces quiere guita. Enseguida intenta armar un teatro, por el tiempo que hace que no nos vemos. Se para como para abrazarme y besarme. No sé, me parece que me busca la boca para darme un beso, la esquivo. Al final nos sentamos. Y yo no me aguanto, y ella tampoco. Así que le digo, Andrea que pasa. Y ella, con una cara de amor que no le había visto jamás me dice: la empresa me ofrece irme a vivir a Miami. Irme del país, para siempre. Es una oportunidad única. Pero antes de aceptar quería estar segura de algo: ¿vos no te querés casar conmigo no?

Silencio total. El mozo trae unos pancitos caseros y los pone sobre la mesa, presintiendo todo.

Y ella sigue: No, porque en caso que quieras, yo no acepto el puesto y me quedo. Con vos.

SON COMO TREINTA

Un día me desperté y tenía treinta años. Y me parecen tantos que ya no los escribo con números. Estoy seguro que son muchos, pero hago todo lo    posible por que sean pocos. En las mejores mañanas de este año sombrío, los treinta se me antojan la mejor edad, el inicio de la mejor etapa, la  mejor de todas las posibilidades. Pero no. Son todas patrañas acumuladas una tras otra en las promociones de las tarjetas de crédito, en las playas  a las que voy de vacaciones, o en los trabajos magníficamente flexibles que me ofrecen a diario. Todas mentiras de un mundo que mientras te mete  en una cárcel del tiempo te anuncia la libertad esclavizante de los productos: productos que puedo comprar con el sueldo de los treinta para  parecerme a los chicos de 20.

Este es un mundo de 20. Pero inclusivo, ilusoriamente inclusivo. Pósters, pancartas, afiches, carteles: un andamiaje publicitario que te dispara al  centro del pecho que duele como la puta madre. Todos diciendo, en el fondo, que no es para tanto. Que con treinta todavía se puede prolongar la  agonía. Y que eso, es lo más parecido a la felicidad. Pero mentira. Ya no soy joven. Ya no me responde el cuerpo. Ya me preocupan otras  cuestiones. La vida se arma y se dibujan con más precisión las opciones del futuro. Y sobre todo, ya tienen diez años las fotos de las noches de           drogas, alcohol y sitios desconocidos.

A los treinta, muchas cosas ya tienen más de diez años, y son amarillento recuerdo impreso en papel ilustración: la primera vez que fumaste; la primera vez que volviste tarde a tu casa; la primera vez que dormiste toda una noche con alguien; la primera vez que elegiste qué pantalones ponerte; la primera vez que fuiste infiel; la primera vez que compraste un disco; la primera vez que entraste en la universidad; la primera vez que buscaste trabajo; la primera vez que te quedaste esperando mucho tiempo a la que nunca llegó. La primera vez.

Los amigos están, pero no son los mismos que antes. Porque ellos también tienen treinta, y han tenido itinerarios más o menos parecidos. Y durante un largo tiempo, todas las reuniones son para hablar de tres o cuatro tópicos recurrentes: a) se acuerdan cuando nos conocimos; b) nos estamos haciendo grandes, pero estamos bien; c) a dónde van de vacaciones. Es que a los treinta, los amigos se empiezan a cansar de uno tanto como uno de ellos. Porque cada vez tienen menos oportunidades de hacer cosas para seguir siendo amigos, excepto recordar lo amigos que fueron antes.

Pero sobre todo, a los treinta, cada vez con más frecuencia, te atrapa una necesidad feroz de cambiar. Cambiar todo y cualquier cosa, tener una vida diferente a la que tenés. Querés ser cosas que siempre postergaste: guionista de cine, estrella de rock, cocinero de un gran restaurante, taxista, piloto de avión, abogado.

A los treinta el cuerpo te empieza a avisar que ya es hora de: cuidar el colesterol, prevenir las arrugas, tapar las canas, no perder la línea, y no sufrir por amor.

A los treinta te da más miedo que nunca quedarte solo. Porque te parece que es imposible volver a restablecer cualquier vínculo. Y en nombre de ese miedo a la soledad, te quedás con cualquiera, para no llegar a casa y tener la cama vacía. A los treinta te parece abominable la mesa con un plato solo, o no disputar con nadie por el control remoto. A los treinta te duele hasta el llanto decidir en soledad el color de la pintura del living, o enfermarte y que te cuide una de tus hermanas menores.

A los treinta, te duelen cosas que nunca antes habías notado: te duele que te mientan en cosas insignificantes; o que no elogien tu buen gusto para la ropa. Y también te duele cruzarte con personas con las cosas menos claras.

A los treinta, los miedos son más invisibles. No te da miedo perder algún juguete, sino quedarte sin tiempo para jugar. No te da miedo perder un trabajo, sino que el trabajo sea lo único que le da sentido a tu vida. No te da miedo el mal sexo, sino una larga temporada sin ser deseado.

EMPEZAR DE CERO: NO PANCHO!

No hay mediocridad más feroz que aquella en la que caen los hombres y las mujeres que orgullosos avisan que están empezando de cero. ¿Quién puede empezar de cero? ¿Quién quiere empezar de cero? Mi amigo Pancho se puso una frase en el Messenger: “golpe al destino”. Cree profundamente que eso está haciendo con su próxima mudanza, su cambio de trabajo, sus muebles nuevos y su flamante soltería. Pero lo que nunca me dice, es que esa frase la puso para que la lea su ex novia, y le pregunte. Y ella, indiferente: ni la lee, ni le pregunta. Pancho se ha convertido en un militante del empezar de cero. Según él, ese es el verdadero golpe al destino. Torcer el curso de los acontecimientos, doblegar la suerte, conjurar contra lo más temido. Terminar con todo de una buena vez, y empezar de cero. Por eso se mudó a un departamento nuevo, con tres ambientes. Y cambió sus muebles en la feria del Ejército de Salvación. Y hasta dice que va a renovar su look. Pero se engaña, me quiere engañar a mí, y a todos los demás. Nos engaña, nos engañamos: ¿cómo es posible empezar de cero en un departamento cuyos ambientes han sido transitados mil veces por otros que como nosotros han empezado y terminado historias más o menos parecidas a las que ahora nos ocurren? ¿qué muebles nuevos nos garantizan una vida distinta, despojada de todas las furias que terminaron estrellándose sin pudor contra los muebles viejos que ahora donamos? ¿Qué harapos modernos nos disuelven las heridas de las batallas perdidas y las ganadas, que llevamos como quiste en las arrugas? No Pancho. Nunca nadie jamás empieza de cero. Ni siquiera el que prueba la marihuana por primera vez. En cada seca vive el alma de todas las secas que antes desearon otros dedos y otras bocas que quizá nunca conozcamos. Sólo la más absurda y egoísta convicción de ser únicos e individuales, nos permite asumir, cada tanto, la idea de que estamos empezando de cero. Yo mismo, he de confesarles que en este blog, hasta ayer había publicada un montón de basura que ya no tenía ganas de seguir leyendo. Y hoy me levanté con la firme convicción de querer empezar de cero. Pero mis dedos se crispan de impotencia frente al teclado: ni una sola de todas estas palabras es nueva. Con los dedos de antes escribo las mismas cosas de ayer, pero juego conmigo, con Pancho, y con ustedes, a que son nuevas. Porque aunque sea imposible, a veces es tan necesario empezar de cero. Quizá tanto, como el leve sueño que un día me hizo creer que después de los 30, era posible cambiar. Asumamos el diámetro que las cosas tienen: para empezar de cero, hay que recordar cada mañana, como punzón entrando en los ojos, que también estamos hechos de todas las miserias que nos empeñamos en olvidar.

FIGURITA DIFICIL (III)

Escuela de las balas

A la escuela iban los ricos y los pobres. Todos juntos. Pero el guardapolvo nos igualaba, al ocultar la diferencia. Nuestra secreta y cada vez más siniestra competencia deportiva nos fue despojando de la blanca hipocresía en la que anidaba nuestra conciencia de clase, y aprendimos a mirar más allá de lo evidente, a través de la tela del guardapolvo. Hubo muchas formas de establecer diferencias entre los que tenían mil figuritas, y los que las contábamos por decenas. Entre los que se compraban veinte paquetes antes de entrar a clase, más el alfajor, más el turrón, más los dos chupetines; y los que, agazapados en el orgullo que nos daba conocer el esfuerzo de los viejos, pedíamos un paquete en vez de alfajores. Incluso, esas diferencias quizá confirmaran otras más terribles. Pero algo nos inquietaba con la fuerza de una redención: en el fondo, ellos sabían tanto como nosotros, que el árbitro, nos esquivaba sin distinción. Y en eso, éramos irremediablemente iguales.

En realidad fue esa misma diferencia la que profundizó el tráfico y el intercambio de figuritas. Proliferaron, en este sentido, numerosos e ingeniosos mecanismos que configuraron prácticas dignas de análsis para el equipo de orientación psicopedagógica. Desde las violentas apretadas en los mingitorios del baño, para que algún debilucho soltara la presa difícil; hasta el envío de emisarios del sexo femenino, para que con dotes tramposos de seducción, consiguieran aquello que un abombao entregaba a cambio de un beso amargo en la parte más olvidada de la mejilla. Pero de todas, la que más consenso tuvo, y la que más en contacto nos puso a unos con otros, fue la tapadita. Un juego que, a pesar de imperar con la lógica del azar, todos adoptamos como el mecanismo más justo.

¿Qué era la tapadita? Un sistema de apuestas que se dirimía mano a mano. Cada uno ponía en juego una figurita: entonces, las dos juntas se colocaban boca abajo sobre una superficie cualquiera, que usualmente era el piso. Luego, se sorteaba un turno, y comenzaba el juego. Con la palma de la mano, cada contrincante debía hacer un golpe sobre las figuritas, generando un efecto sopapa que lograra ponerlas boca arriba. Entonces, si uno podía lograr eso, te llegaba una gloria tan sublime como efímera, pero que se disfrutaba como el primer beso.

Claro, nada pasa porque sí en la escuela; como en la vida. No se podía jugar y nada más. No se podía ganar o perder, y nada más. Por el contrario, la práctica de la tapadita fue generando nuevos liderazgos: los que jugaban bien y ganaban siempre, los que se defendían como podían, y los malos. Yo nunca me sentí en ningún grupo. Era más de la idea que a veces se gana y otras se pierde, aunque siempre prefería ganar. Quiero decir que quizá, en el fondo, tuve muchas ganas de estar en grupo de los que ganaban siempre y no pude, y por eso ahora pienso algo de mí que por aquel entonces no era. En cualquier caso, no podemos seguir siendo tan crueles con nosotros mismos, como cuando todavía éramos unos niños. Tal vez sea eso.

FIGURITA DIFICIL (II)

potreroPuede resultar extraña esta historia de niños queriendo completar álbumes, sobre todo hoy que nada parece difícil, o que aquello que realmente lo es no tiene sentido ni cautiva a nadie. En el fondo teníamos un sueño, todavía. El sueño de completar el álbum, un sueño que era proyecto, un proyecto que tenía sentido. Secretamente se impuso para todos la lógica de una competencia en la que lo que estaba en juego era el prestigio: que todos supieran que tal o cual había sido el primero en completarlo. Qué todos supieran que un afortunado había logrado sortear lo difícil. Estaba en juego el prestigio. O por lo menos, con eso fantaseábamos los que nos habíamos anotado en la carrera.

Se rubricó rápidamente un acuerdo tácito que exigía ejecutar un plan un tanto perverso, cuyos alcances desconocíamos. Perverso porque el juego nos permitió advertir rápidamente que todas las chances de ganar eran posesión de aquellos que más posibilidades de comprar figuritas tenían. Aquellos que en vez de redondeces en el fondo del bolsillo del guardapolvo, acariciaban cada día, el lado áspero de los billetes.

La diferencia de recursos, personalidades y estrategias, fue imponiendo diversos modos de intercambiar figuritas en la escuela. La primera jugada consistió en conocer con detalle cuáles eran los clubes que los otros habían elegido, y qué espacios aún tenían vacantes. La segunda: no descuidar el propio campo de juego. La tercera: ahorrar lo más posible para comprar, al menos, un paquete por día. Esto último te garantizaba renovar el stock de figuritas, y con eso, seguías estando adentro. Pero no siempre era posible para algunos de nosotros.

Frente a la prolongada ausencia del árbitro, todo comenzó a cambiar: un extraño sentimiento de solidaridad mezclado con codicia se fue apoderando de cada uno. Nos alegraba abrir un sobre con el número que a alguien le faltaba; pero para entregarlo siempre se establecían severas condiciones: ¿esta te hace falta? te la cambio por cinco. No hubo uno solo que abdicara de tan maleva y socarrona práctica.

Así fue como se instaló un nuevo objetivo. Ya no bastaba con completar el álbum: mientras eso sucedía, además era preciso tener más y más figuritas, lo que sin duda alguna otorgaba al propietario un mejor posicionamiento para establecer los parámetros de cualquier negociación. Al dilema de la calidad, es decir la posibilidad de ir adquiriendo las difíciles (sin hablar del árbitro, que a esta altura ya se nos hacía imposible), se le agregó el de la cantidad. Extraño: podías tener el álbum vacío, pero muchas figuritas en el bolsillo. En esta situación extrema se encontraban todos los que habiendo heredado el oro de sus abuelos terratenientes, no conseguían dar ni siquiera con una pizca de suerte.

Esta modalidad pervirtió lo poco que podía haber de juego en aquello. Aparecieron los primeros cínicos: pibes con padres que podían tener sin sacrificio las cosas que los nuestros apenas podían desear. Esos, las juntaban a montones. Podían tener en una mano todas las figuritas que a muchos otros les faltaban en el álbum, pero no las cambiaban fácilmente. Alardeaban, ironizaban, empezaban a petrificarse socialmente en una jerarquía que volvería con más fuerza durante la adolescencia. Porque la escuela estaba en un pueblo chico, y ya se sabe como son estas cosas. Pero esa es otra historia.

FIGURITA DIFICIL (I)

dulce-inocencia

Gracias a esos pocos morlacos que mis viejos aprendieron a mezquinarle a sus deseos, no hubo un día de mi humilde tránsito por la escuela primaria, en el que no comprara un turrón, un alfajor, o dos chupetines, para saciar durante el recreo esas terribles ganas de ser niño para siempre. En el kiosco de la esquina del colegio, un momento antes de entrar a clases, uno se sentía grande decidiendo con cautela en qué gastar el dinero, mientras la mano húmeda acariciaba en el fondo del bolsillo del guardapolvos, la redondez de los cincuenta centavos.

Pero esa moneda no tuvo siempre el mismo destino. Tal vez porque otras formas de entretenimiento empezaron a aparecer, y fue preciso financiarlas de algún modo. En casi todos los casos, se trataba de modas que se desvanecían tan rápido y en silencio como el polvo de las tizas. Pero hubo algunas que se quedaron en nosotros para siempre. Entre esas, la posibilidad de empezar a cultivar un desquiciado perfil de coleccionistas, fue la que más nos hizo crecer. Una vez al año, más tarde o más temprano, siempre llegaba la época en la que las golosinas de cada día eran desplazadas por el paquete de figuritas, en cuyo interior esperábamos encontrar el pasaporte directo a la gloria de ser el único capaz de completar el álbum del momento.

Cuando estábamos en segundo grado, hubo uno muy sencillo que convocó a todos los caballeros del curso con profusa adicción: un díptico que al abrirse mostraba una cancha de fútbol, sobre la que se disponían siluetas en blanco de los jugadores de dos equipos enfrentados en un partido. Cada figurita era un jugador, cada jugador completaba un espacio vacío del álbum. ¿La difícil? El árbitro. La ilusión se nos derramaba en las manos cada vez que abríamos un paquete. Pero nada. Cinco figuritas, de cualquier jugador, de cualquier club, y nunca el hombre de negro.

No teníamos tecnología para entretenernos, pero éramos felices. Ese álbum fue para nosotros como una especie de playstation. Dinámico, colorido, interactivo. Sí, interactivo. Porque cuando recién te lo compraban y todavía estaba vacío, uno decidía qué clubes de fútbol se iban a enfrentar. Entonces, la suerte rapaz y cotidiana te iba en eso de encontrar en los paquetes los jugadores de los clubes que habías elegido. La otra suerte, esa gran puta que nunca nos da crédito, era la que había que tener para dar con el árbitro. Yo elegí Velez Sarfield vs. Rosario Central. Y me senté a esperar.

(Ernest;1957) / V.O.Y.